Teresa y la Máscara



Hace un tiempo, cenando en La Toscana, el sensacional restaurante de Neuquén, me contaron una historia de esas que merecen ser filmadas. Después, con paciencia, me dediqué a contarla a mi manera. Es una historia de amor, como casi todas.




Los papás de Teresa

La bahía devolvía todavía la luz de un día que se resistía a morir. Como las últimas noches de los últimos días, salir a comer tan tarde le traía a Teófilo recuerdos de su casa natal y de noches calcadas a la vera del mediterráneo.

Ese esfuerzo de los gobiernos por gobernar también las puestas de sol, cambiando el uso horario a discreción, le traía también recuerdos de su convulsionada y tan parecida Italia natal.

Pero estamos en Puerto Madryn, ya pasaron 50 años de ciudadanía argentina, y esto se parece poco a aquello, aunque el azul que traía el océano dejaba algunas esperanzas.

Teófilo es gerente del Banco y se pasó la vida dando vueltas por el País, trabajando, creciendo en la estructura, queriendo ser el Señor Gerente del Banco en esos lugares perdidos, en los que ser el Gerente del Banco es ser alguien.

Y carajo si lo era. El Banco estaba cada vez mejor posicionado después de la crisis, y el apoyo que le había dado a los productores locales tenía mucho que ver con lo que Teófilo entendía que debía hacer un buen gerente, defender a los locales, consustanciarse con sus cosas hasta ser parte de ellas. Y en el Banco lo entendían a Teófilo. Lo escuchaban. Tantos años en la empresa, tanto camino recorrido, tantos esfuerzos y sacrificios. Eran varios los Teófilos, personal de entre 50 y 60 años que con sus familias a cuestas se pasaron la vida dedicados a formarse como Gerentes.

Esposas abnegadas, compañeras, conocedoras de cómo insertarse en un nuevo vecindario cada vez. Cómo hacer que la familia se sienta en casa, cómo decorar esos lugares que la empresa ponía a su disposición, y hacerlo de tal manera que, cuando llegara el nuevo Teófilo, no se sintiera ajeno. Qué equilibrio! Qué sutilezas! Qué delicadezas!

Maestras, casi siempre maestras, con la capacidad de conseguir ser trasladadas para seguir a Teófilos por donde fueran.

Ya llevaban 30 años de rodar, unas 12 provincias y paladares y sabores y comidas y costumbres y horarios y bibliotecas y puestas de sol nuevas cada vez, cada intervalos de, más o menos 3 años.

Y llevaban unos 5 años solos, cuando los dos chicos se fueron a estudiar a Buenos Aires. Cuando se desataron del remolque del Banco y siguieron sus caminos de estudios, de soledades en la ciudad, de nuevos acentos y desconciertos.

Y ellos, Teófilo y Alicia, de nuevo a ser novios, de nuevo a decorar la casa nueva, y de nuevo a buscar amigos, a tomar el auto y a viajar para asistir a los eventos especiales (cumpleaños de 60, casamientos de los hijos, algún velatorio inoportuno) de los amigos que fueron dejando por las provincias en las que vivieron.

De nuevo a ser pareja nada más, sin los compromisos de la paternidad 24 horas al día, con tiempo para ellos, para sus deportes preferidos, sus caminatas de la mano, su andar en bolas por la casa y sus Gancias con limón.

La paternidad por control remoto y las facturas telefónicas con los llamados interurbanos, ese nuevo estatus de sus vidas, les daba un vértigo especial, los mantenía ocupados como nunca. Además de las cosas del banco, de la escuela, esa sensación de estar cerca aunque a kilómetros de distancia, los ponía jóvenes, una especie de consultores en paternidad con sus hijos que hacían sus vidas lejos de ellos.

Enterarse de las cosas una vez que ya pasaron, ese era el punto que más lo alteraba. Uno estando cerca, sabe cuando está por pasar algo, lo presiente en la cara, en el baño, en la mesa, en la llegada juntos de la calle. Sin verlos, las noticias llegaban cuando ya no podían hacer nada. Ni consuelos para los males menores, tan grandes, tan gigantes a la distancia.
Los chicos ya no eran tan chicos, casi 30 y 26. Nada menos, vidas hechas, proyectos concretos, abanicos de nuevos amigos, gustos musicales, ideología política y maneras de subirse al taxi.

Todavía no habían llegado a esa etapa en la cual empezaban a encontrar cosas en común. A esa etapa entre los padres y los hijos en la cual las edades son como indefinidas, en la que se pueden escuchar los mismo programas de radio. Y los kilómetros lo hacían más complicado. Eso de encontrar momentos.

Así las cosas, pidieron ensaladas del mar y los platos principales, Alto las Hormigas y aguas con gas. La Taberna era el centro de reunión nuevo de la ciudad, cuidado descuido en la decoración, paredes pintadas con máximas de Mallmann, inspirador de los jóvenes cocineros de la casa. Inspirador y promotor de buenos ambientes, de calidez, de raíces.

La cocina en La Taberna era simple, básica, patagónica, completa. Y Teófilo y Alicia y Ana y Miguel compartían ese momento como otras noches, hablando del día difícil, del turismo, de lo lindo que se está poniendo y de la posibilidad de un remoto nuevo traslado, y de la posibilidad de un remoto nuevo rechazo a un traslado. Cosas que pasaban más o menos regularmente cada 3 años, justo cuando las Anas y Migueles comenzaban a ser amigos y confidentes.

Justo cuando ya se sabían los nombres de mis parientes cercanos, mis efemérides, lo que llevaban en sus carteras y si les había o no gustado el cine de Tim Burton, venía la posibilidad de volver a irse, de empezar de nuevo. Como una sensación de constante fragilidad de vínculos. Como si uno tuviera prohibido enamorarse de las calles, de los aromas, de los soles y los dibujos que las estrellas hacen en ese pedacito de cielo que se revela desde esos paisajes. Justo en ese momento, hay que partir para un nuevo destino.

Miguel contaba que en su último viaje a Buenos Aires, el avión volvía lleno de turistas, que él era el único de traje en una masa de camisas color caki, Columbias y cámaras de foto. Que ya no tenía ganas de volver a vivir en Buenos Aires, y que en el avión daban menos de comer cada vez.

Y más vino, y Teófilo explicaba que el banco se había quedado sin billetes de 2 pesos y que se desmayó una señora en la fila, y que en la cuenta de Pérez Arrieu había 7 ceros.

Y ellas a los langostinos, a sacarle del plato de Miguel y de Teófilo los más grandes, los más carnosos, mientras esperaban el plato principal, que como todos los platos principales de La Taberna, salían de un inmenso horno de barro que reinaba en la cocina vidriada, para que todos vean cómo trabajan en esa especie de quirófano que era el laboratorio culinario.

Y a un traguito de vino y a hablar de las cosas que hablan las mujeres de Teófilo y Miguel cuando gozan de su mes y medio de merecidas vacaciones. Que las compras, que el sistema educativo que abandonó definitivamente los principios de autoridad. Que ya no pueden poner amonestaciones y pegar es patada en el culo que devuelva la cordura a las aulas y a los patios.

Esas cosas, y los hijos. Siempre los hijos lejos, los dos varones de Alicia, las dos mujeres de Ana. Y esa fantasía que tenían (y que ya habían tenido antes en otras ciudades) que sus Anas y Alicios se juntaran, se quisieran, se mimaran como ellos.

Y mientras esperaban el cochinillo para ellos y las pastas para ellas, en es eterno momento del cambio de platos, de la pausa, de mirar quién entra, de estirarse y acomodarse para lo que viene, Ana miró al mar que ya dejaba de ser azul, en ese proceso de cambio de paleta que sufre el mar cuando se hace de noche, en el que deja ese azul romántico que tuvo durante el día para convertirse en esa boca negra, gigante, misteriosa devoradora de objetos. Gran pozo de la humanidad. Ese mar que se hace más melancólico a la noche, con la posibilidad de tragarlo todo, le dio a Alicia la excusa justa para llorar por Teresa.

Ana le tendió la mano para acariciarla, Alicia había torcido al cabeza para un lado. Y el contacto de la mano de Ana la hizo sobresaltarse. No quería que la reunión se caiga, y la pausa entre platos la había dispersado un poco. Además Ana se había levantado para ir al baño. Y en esos minutos, que le parecieron horas, se dejó llevar por el romper de las olas.

Ensayó una sonrisa, se rehizo, secó las lágrimas con el canto del dedo índice y aspiró una larga bocanada de aire fresco. Ya está! No pasó nada! Dijo con su sonrisa, llevando la comisura de los labios para arriba y tomando la mano de Ana, como devolviendo con ese apretón toneladas de cariño que no tenían destino desde hace tanto.

Nadie quería interrumpir pero los platos no llegaban, y Miguel, sirviendo el vino y haciendo lo que mejor sabe hacer, componer, ecualizar, acercar, dijo bajito: “extraña mucho a Teresa, extrañamos mucho a Teresa, y ya no va a venir...”

Ana que pregunta con la mirada, arqueando las cejas y abriendo los ojos asombrada, Teófilo que apura el trago de vino y también pregunta sin hablar y Miguel que agrega “nos enteramos hace unos meses, pero no dijimos nada. Teresa se casó en Washington, y estamos muy felices por ella”


Teresa

Teresa se fue cuando terminó la facultad. Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad del Salvador, y cuando terminó la carrera, con esa modorra y adrenalina que solo conoce el que busca su primer empleo cuando ya se recibió, mandó sus datos para una búsqueda remota. Una botella al mar, un tiro preciso, un tiro al blanco que dio en el blanco. El primer empleo para el que aplicó Teresa fue a partir de ese aviso de La Nación, que decía que buscaban personal para la OEA en Washington, y que había que mudarse, y que se requería buen inglés, y que había que dejar a Alicia sola.

Teresa aplicó y creyó que ese sería para siempre su camino. Ganar. Tirar y pegar. Un diez con felicitado, una medalla de honor permanente.

Si desde sus días de colegio, sus amigas, sus vacaciones en Cariló de chica y en su acompañar a la familia por sus vidas en el interior del País, su vida fue una rueda mágica, un carrousel. No había nada que la hiciese dudar que todo lo merecía.

Vida de princesa, aunque preocupada y afligida como solo se afligen los que tienen todo, en su adolescencia la pasó mal por su acné y su falta de concentración para matemática. Y porque Ramiro, a quién dejó de ver cuando se mudaron a Misiones, nunca la besó aunque tuvo más de una oportunidad.

Teresa escribió, Teresa se entrevistó y Teresa se fue un Domingo de hace ya 8 años, antes de que el País estallara por el aire, antes de que las cosas cambien para siempre, a seguir sus días encantados en una ciudad que hasta tiene nieve en Navidad, como para que el sueño sea completo.

Y Teresa dejó solos a Ana y a Miguel. Los dejó solos como quedan solos los padres cuyos hijos viajan lejos, pensando cómo será ser abuelos sin caricias diarias, y enfermarse sin su mano cerca y cumpleaños de webcams que no soplan velitas. Todo eso junto, en el pasillo de migraciones de Ezeiza.

Quedó Analía, la que estudia sistemas y sale con ese chico de Palermo, el casi médico, que se encamina a ser una hija ejemplar. Normal. Muy de Buenos Aires.

Y Ana, que toma aire para contar lo que va a contar, todavía tiene, a pesar de lo ocho años que pasaron, todavía tiene ese nudo en la garganta que se formó esa tarde de Domingo de 1999. Es un nudo que se tensa cuando alguien, algo, le trae el recuerdo de Teresa.

Miguel, que se ladeaba para dejar al mozo hacer su trabajo y servir el plato principal, dijo: “y lo peor es que fuimos nosotros...” Todos lo miramos. “Si Ana, si ya se volvía...fuimos nosotros...”

Y las cabezas a Ana, como si fuese un Match Point de tennis televisado.

“Fue el destino Miguel, fue el destino.”

Y Teófilo y Alicia ya no querían entrarle a sus platos, y se frotaban las manos sin fortárselas, como esperando ese relato que les confirmara que su manera de criar a los chicos no estuvo tan errada, que les extendiera por más años su licencia para ser padres.

Y Miguel soltó la historia.


Los nuevos días de Teresa

“Teresita fue siempre un alma libre, una enamorada de la vida, una chica feliz. Buena en todo, en el colegio, en los deportes, en las artes, no tengo palabras para describirla. Es un sol. Y además es bonita, tiene esos ojazos.

El viaje nos dejó sorprendidos, yo traté de convencerla, pero en el fono a mi me parecía también una posibilidad única. Para lo que estudió, no hay alternativas tan buenas como esta que consiguió. También, ahora que pasaron los años, creo que me hizo algún ruido eso de no estar yo mismo involucrado en sus primeros pasos, que todo lo haya salido de manera tan independiente. Yo tenía mis contactos como para que le ofrezcan algo, pero la respuesta de Estados Unidos, lo rápido que se resolvió todo, no nos dejó margen de maniobra.

El tema es que el entusiasmo de los primeros meses fue mermando y los ajustes a la vida, los primeros fríos fuertes, los nuevos amigos, el dentífrico, fueron haciendo que nuestra comunicación se hiciera cada vez frecuente. Y cada vez que nos sentábamos a hablar, me pasaba a mí, pero después nos confiamos que nos pasaba a los dos, cada vez que cortábamos con Teresa, la sentíamos más triste.

El trabajo estaba bien, la gente con la que estaba era buena gente, pero algo no nos terminaba de cerrar. Y nos daba miedo al principio, tristeza con el correr de los meses.

Y viajamos, si. Claro que viajamos a verla. Y la verdad es que esos días fueron maravillosos. Caminar con mi hija de la mano por esa ciudad, y verla a ella tan segura de si misma, tan mujer. Tan “vamos por acá papí” tan “tenemos que comer acá...” es una buena sensación para un padre. La madre veía otras cosas, tuvieron sus ratos de intimidad de mujer, esas charlas en las que uno sobra, y supongo que ahí hablaron de sus cosas de mujeres, y de sus fuídos.

Voy a contar una confidencia, se los digo a ustedes que son nuestros amigos, Ana ya lo sabe, se lo conté hace unos meses, pero una tarde que ellas salieron, casi volviendo a Buenos Aires, encontré el diario de Teresa sin seguro, en el escritorio.

No me pregunten por qué pero lo abrí. Y no me arrepiento de haberlo hecho, aunque tengo que confesar que me temblaban las manos por lo que iba a hacer, la foto de una Teresa desconocida, adicta al sexo o con vicios ocultos me hacía transpirar las manos. Pero lo hice, lo abrí buscando frenético alguna frase, con la vista nublada por querer tragarme todo de un vistazo sin detenerme en palabras o dibujos hechos con el trazo distraído de una birome.

Pero no había palabras duras en sus relatos, buscaba como se busca en una página de la internet, como en un hipertexto, tratando de identificar palabras que con solo cliquearlas con la mirada, me abrieran un mundo de combinaciones morbosas. Pero en lugar de eso, en lugar de esas confesiones abrumadoras que podía haber encontrado, me sorprendió la dulzura de esos textos, la alegría de las primeras páginas, y la melancolía de las últimas páginas. Como nadar en miel. Esas eran las páginas del final, sin poder salir.

Teresa me extrañaba, y a su mamá.

Extrañaba mis caricias en el pelo, y yo que siempre creí le molestaban. Y las lecturas a la noche, y mis regalos sorpresa para ella y su hermana. Extrañaba mis asados, esas rutinas de mollejas crocantes a las que las sometí tantos años.

Su vida color de rosa había tomado un rumbo raro.

El 4 de Enero, a solo dos días de haberse instalado leí:

“...la caminata por la avenida 1 fue más larga de lo que pensaba hasta llegar a D’angelos. Nunca, ni siquiera en la visita que hicimos a Ushuaia, había sufrido tanto el frío. Nada de lo que tengo puesto parece que me sirve para sacarme esta sensación del cuerpo. Es como si me viniera de adentro hacia fuera. Como si naciera en los mismos huesos...

“...y no le entiendo, le pregunto otra vez, despacio, si estoy caminando por el lugar correcto y el señor negro me responde con una voz gangosa y a los gritos y yo no lo entiendo, y le tengo miedo. Son las 3 de la tarde, se está poniendo oscuro y todavía no encontré el lugar que me recomendaron para hacer las compras.”

“...no aguanto las ganas de llorar, tener el gorro de lana cubriendo mis orejas me hace escuchar la respiración que se me agita. Siento cómo están latiendo mis sienes y respiro cada vez más rápido. Me agito y tengo ahora un calor que me sube por el cuello. Me calienta el pecho. Parece como que el corazón se me va a salir del cuerpo. Quiero hablar a casa”

“...y traté como tres veces desde un público. Y las monedas que tengo no me alcanzan para empezar la comunicación. Y no tengo idea de cómo se hace para, por lo menos, llamar por cobrar.”

“... y pedí 15 dólares en monedas y las puse todas en el público y llamé a casa. Hablé con papá y mamá y casi no aguanto y me les largo a llorar ahí nomás. Me quedé con las ganas de gritarles que los quiero y que quiero estar ahí con ellos. Y de decirles que no se qué hago acá y que me da miedo todo esto.”

Saben que yo me acuerdo como si fuera hoy de esa llamada, pero no nos dimos cuenta, al menos no me di cuenta yo de que estaba así. Claro que Ana si se dio cuenta, eso es lo que ella dice. Vieron que siempre se dan cuenta de las cosas. Dijo Miguel tratando de distraernos un poco de ese momento que se presentaba tenso y de ojos mojados. Y agregó, “...ché, vamos a darle a esto que se enfría...” tocando el hombro de Ana.

Nos volvimos, seguimos con nuestras rutinas. Nuestros llamados diarios y la incorporación de la tecnología, de manera irremediable, a nuestras vidas. Me llevaba a los chicos de Sistemas de la oficina por lo menos una vez al mes, para que me actualicen las cosas en la máquina de casa. La mejor camarita, el mejor programa, la mejor conexión. Para que todo pareciera cercano.

Así fuimos. Fuimos y vinimos de Washington. Nosotros, la hermana, alguna amiga, a partir de que se instaló y se serenó y empezó a sentirse como en su casa, se fue convirtiendo en un buen destino para todos. Una buena excusa para viajar un poco, para no dejarla sola.

Lo que me extrañaba era que no hablábamos de parejas, de amistades, era como que la veíamos muy metida en su trabajo. Muchas horas, ahora también con ganas de estudiar y con proyectos de hacer otras cosas. Nunca en nuestras visitas la vimos con amigos.

Un día en una de esas conversaciones telefónicas me dijo:” sabés qué extraño papá? Hay cuatro cosas que extraño. Extraño ponerme melancólica.” Y yo no entendía. “Extraño ponerme melancólica en la calle” “Existen cuatro cosas en el mundo que me hacen temblar en la calle, ver a un hombre grande, humilde, cargando a una criatura. Llevándola al zoológico, a ver aviones desde el alambrado de Aeroparque, lo que sea. Verlos caminar por la calle de la mano o en sus brazos. Me derrite de emoción. Mirarme en los ojos de un perro que busca. Esos ojos de esos perros, por lo general color té con leche, que andan moviendo la cola y mirando para arriba, esperando cruzarse con un par de ojos que le devuelvan un segundo de atención. Esos ojos me desmoronan. Parece que te cuentan la vida en un segundo. Me matan también las parejas sentadas en los bancos, no importa la edad, pero congeladas, quietas, sin tocarse o amasijadas en un abrazo duro. Diciéndose cosas con sus silencios, despidiéndose o dándose otra oportunidad, pero muertas en llanto. Desgarradas. Sin siquiera darse cuenta que hay gentes que caminan a su alrededor. Y me mata también escuchar en mi iPod Toma de Mi, de Silvio Rodríguez mientras camino. Por Corrientes, a la tarde, mejor.”

“Pero no hay nada de eso acá papá. Solo Silvio Rodríguez. No hay perros sueltos, las parejas no se pelean y se reconcilian en público y nadie carga a sus hijos, nietos, sobrinos, por la calle.”

Estaba todo dicho, las mismas cosas que la llevaron a irse, la traerían de vuelta. Nunca se lo dije a Ana, pero estaba seguro.

Pedimos más vino y tratamos de recomponernos. Por alguna razón estaba tocando los corazones de todos. El de Ana, que nunca me había escuchado contar todo esto y me reprochaba por qué no se lo había contado primero a ella. Cómo pude guardarlo tanto tiempo. Y Alicia y Teófilo, que no podían dejar de pensar en sus propios hijos, y sus exilios más afortunados de menos kilómetros pero iguales distancias.

Al silencio del fin del relato se le sobrepuso otra botella de vino, y mientras pensaba que tenía que ir al baño, no podía levantarme de la silla, como si todo el cuerpo me pesara más de lo que pesa, como que me fundía en la tabla sin respuesta, como boxeador abatido.

Y Ana, quizá para dejarme tomar aire o creo que más para demostrarme que ella también tenía guardada sus cosas secretas, su manera de sufrirla, empezó a contarnos las costumbres nuevas de Teresa, o lo que había percibido que eran las costumbres nuevas de Teresa. Su café a la mañana caminando por la calle, comprado en el Starbucks de la esquina de la casa, siempre el mismo, con canela (la misma canela que nunca había querido en el arroz con leche) y un pastelito que no se acuerda como lo llamaban y que tenía moras.

Y el diario que lee (los diarios que lee) y el colectivo los días de sol y el subte cuando el frío pega. Y Paul Auster y ese mexicano Mendoza que escribe sobre los narcos y los papers de política y pobreza y los proyectos de agua potable del Banco Mundial y las vacunas.

Y la corteza de Teresa, que a fuerza de desventuras de otros se hace cada día más y más débil, a punto de llanto cuando se mete de cabeza en las miserias que no imaginaba en sus días de patines y barbies.

Doctora de bebés, maestra de chicos, escritora como la mamá de Harry Potter, paseadora de perros, no había más oficios en la imaginación de Teresa en casa. De Teresa hija. De Teresa minutos de cama en medio de los padres. De Teresa de ojos grandes viendo por primera vez juntos El Gran Pez, de Tim Burton, cuando comprendió que las películas no solo mostraban imágenes, también podían contar historias maravillosas.

Esta Teresa, la Teresa que todos veían como una brillante diplomática adulta en camino de seguir creciendo, había desarrollado una sensibilidad distinta a la mía y a la de su madre, sin duda jalonada por las nuestras, pero a la vez distinta, más profunda, menos cuidada, más sincera que la mía, que a fuerza de escepticismos me sobraba insoportable.

Y Ana siguió con sus historias mínimas, con sus detalles, con sus colores y olores, con sus minuciosas reconstrucciones de la intimidad. Y yo seguí con el vino, pensando el postre, un poco aturdido, ahora con deseos de irme a casa.

Me levanté cuidando de no llevarme el mantel conmigo, con un sutil y elegante salto, de manera de quedar afuera de la mesa con economía de movimientos. No estaba borracho, aunque el hecho de suspender el alcohol en la semana me había hecho perder entrenamiento, pero estaba abombado. Como que respirar se me hacía difícil, como que no podía suceder sin pensar que estaba sucediendo, entonces me hacía depender de ese pensamiento. Y si dejo de pensarlo y simplemente dejo de respirar? Abrí la puerta del baño y descargué apoyando la mano derecha en la pared, apoyando a su vez la frente contra la parte anterior de la mano. Como sosteniéndome.

Fue largo, tuve hasta cosquillas al terminar, algo parecido a un orgasmo leve, placentero. Y no quería dejar esa postura. Descansada, plácida. Pero me di vuelta como bailarín y me fui de cabeza al lavabo. Junté agua entre las manos (en casa no lo hago para no mojar todo el baño, pero cada vez que estoy afuera lo intento, y calculo los movimientos de manera que se parezcan a los que hacían los cowboys en las películas, cuando paraban a refrescarse) y la tiré en la cara mojando la camisa. Saqué las manos y despacio me fui descubriendo en el espejo. La cara colorada por el impacto (o el vino) los ojos ya vidriosos de manera irremediable, la boca abierta.

Apoyé las dos manos como para sostenerme bien firme, tiré la cabeza para atrás y tomé todo el aire que pude de manera de recomponerme.

Me reprochaba haber hablado tanto. No tomar más vino ni whisky en la semana. No tener las bolas para dejarlos hablando solos y saltar por la ventana que estaba arriba del inodoro, para caminar junto al mar un rato largo y llegar al final de la rambla y tomarme un taxi que me lleve a lo de la Turca, y quedarme dormido en una de esas mesas escuchando boleros.

Pero volví a la mesa para que me preguntaran si me había bañado por mi camisa mojada, y si me sentía bien. Para ese momento, Ana ya había terminado con su inventario y estábamos decididos a cambiar de tema. Ahora estábamos con el cine. Y si habíamos visto esta o aquella.

Duró poco, a poco de contar United 93, la fenomenal película sobre el vuelo que se estrelló en las torres gemelas de Nueva York, la máscara se instaló en la mesa y ya no pudimos dejar de hablar de ella.


La máscara

Como cuando se muere alguien querido (Olmedo, por caso) o hay alguna emoción fuerte, el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York es una de esas anclas, uno de esos momentos que dejan huella en las mentes y en los corazones. De esas historias que pueden permanecer como huellas indelebles, capaces de hacer que uno recuerde con exactitud adónde estaba, qué estaba haciendo y con quién en el mismo momento en que los hechos se suceden. Con quién estabas ese día que mataron a Lennon? Quién te avisó? El día del atentado a las torres fue uno de esos días que podemos relatar desde temprano a la mañana y con un lujo en los detalles que no se altera con el tiempo.

Yo estaba en el trabajo, en una reunión con la ventana abierta, y me avisan que me estaba llamando Ana y que era urgente.

Como cada vez que Ana llama a la oficina (y no llama nunca) salto de la silla para atenderla. Para que me calme las salpicones diciéndome que está todo bien, que no me preocupe. Pero ese 11 de Septiembre Ana me decía entre llantos lo que había pasado y que Teresa estaba allá, en pleno corazón político del mundo, a escasas cuadras del lugar del tercer atentado.

Y a partir de ese momento comenzó una carrera de obstáculos, de tonos de ocupado, de llamados y mensajes al aire, de botellas al mar hasta encontrarla. Hasta escuchar su vocecita diciendo que está todo bien, que no nos preocupemos.

Embajada, celulares, correos electrónicos, hasta que la escuchamos. Llamó ella ni bien pudo. Como cuando a los 5 años venía a meterse entre las piernas después de haber manchado el acolchado nuevo con una fibra. Igual que cuando miraba de reojo una película de fantasmas, igual que cuando había tormentas y los relámpagos parecían ensañarse con su ventana.

Y mientras intentaba calmarnos, y mientras nos relataba la locura de esas calles, nos sentíamos más intranquilos, y nos reprochábamos con vueltas de lenguaje el estar tan lejos.

Teresa no volvió a ser la misma Teresa. Algo se había roto. Algo había comenzado a cambiar. Como les pasa a esos que tienen un fuerte accidente en auto y modifican para siempre la forma de manejar, de agarrar el volante, de mirar por el espejo, de calcular cada movimiento, Teresa y nosotros intuíamos que esos sucesos habían llegado para cambiar las cosas.

Una más de todas las vidas que cambiaron esos aviones estrellándose como en una película en las dos torres del centro de Nueva York.

Días después, con un poco más de calma y cuando habíamos logrado espaciar las llamadas a menos de 5 veces al día, nos acordábamos con Teresa de algunas caras, de algunas pequeñas historias vividas en esos mismos edificios hacía unos meses atrás.

Cuando subíamos las escaleras mecánicas antes de tomar los ascensores, una señora negra, de enorme sonrisa, nos había hecho un chiste con el parecido de nuestras sonrisas. Estaría trabajando ese día?

O el del gordo pelado que nos atendió cuando bajamos del último piso, en el local de Sbarros que estaba en la galería del Subte.

O la maravillosa fotografía de Louis Armstrong que compramos en el local del último piso, al lado del Topo of the World restaurante.

Todo entraba y salía del relato con naturalidad, con mezcla de recuerdo y de pregunta, imaginando esas vidas atrapadas para siempre en ese lugar del que nunca saldrían.

La sensación de inseguridad no alcanza, como concepto, para describir lo que nos pasaba en ambas orillas. A nosotros esa imposibilidad de acercarle a Teresa ese escudo protector, esa caparazón que todo padre necesita creer que ofrece. Y a Teresa, también esa sensación de indefensión, que a pesar de su edad y su madurez, la soledad ayudaba a hacer fuerte, muy fuerte.

Si bien nos cuidamos de mencionar si quiera la posibilidad de la vuelta, cada gesto, cada foto, cada llamada telefónica nos ponía un poco más en evidencia. Y su soledad nos lastimaba un poco más todos los días. Estar solo es una contraindicación para estos miedos.

Pero Teresa, que odia desandar sus decisiones, que no puede admitir que ya está bien, que ese camino puede ser desandado sin problemas y que ya se probó a si misma que podía, Teresa ni pensaba en la vuelta. Y cuando por fin lo hablamos, cuando pudimos poner en palabras más o menos sensatas la idea de una vuelta a casa, nos lo cortó de plano.

Y planeamos un viaje rápido y cuando hablamos, cuando le dijimos que estábamos saliendo al otro día, de manera de no dejarle margen para no estar, pero con la suficiente antelación como para no sorprenderla tanto, cuando repasábamos los detalles del vuelo y los horarios, se me ocurrió preguntarle qué quería que le lleve.

Como cuando después de cada viaje al interior, en cada aeropuerto, en cada terminal de micros, encontraba algo para llevarles y alegrarles la mañana. Igual, como hacía tantos años, el preguntarle qué quería que le llevara (aunque lógicamente ahora iba a resolverse con pedidos más prácticos) me conectaba con esa Teresa niña, y todo volvía a ser como entonces.

“Una máscara antigás”
“Qué querés...?”
“Una máscara antigás papá, como esas ridículas de las películas de guerra. Las mismas esas verdes que alargan la trompa haciéndote parecer un oso hormiguero con la trompa corta. Acá los precios se fueron a las nubes, todo el mundo compró una y yo todavía no la pude conseguir”

Claro, cómo puedo ser tan estúpido, y yo pensando en algo del barrio, un libro, una colección de figuritas, una foto, una carta de alguna amiga.

Fui y compré la máscara sin que Ana supiera, la metí entre mis cosas de mano y nos fuimos al frío de la ciudad y del departamento de Teresa.


La vuelta a casa


Miguel no había emitido sonido. Creo que es la primera vez que no emite palabras en una comida nuestra. Siempre jovial, siempre con una de esas anécdotas divertidas, comentarios justos que versan de partidos, de romances de tv, de libros y de historias en aviones. No hablaba Miguel, no hablaba Alicia y ya habíamos terminado el postre y la segunda ronda de café.

Vamos a casa, dijo Alicia. Vamos, por favor que no podemos cortar acá. No sabía nada de todo esto, cómo no nos compartieron nunca esta angustia?

Vamos, dijo Miguel, pero lo que les contamos no es nada comparado con lo que sigue. Van a ver por qué digo que es culpa nuestra. Lo del casamiento de Teresa es culpa nuestra.

Y sigamos acá, dijo Teófilo, pidamos algo fuerte.

Y Miguel siguió.

Esos días en su casa fueron de los más lindos que recuerdo. Largos abrazos, fuertes, como para transmitirle en unos segundos horas y horas de llanto en silencio, de preocupación atravesada en las gargantas.

Y la máscara, que cuando salió del confinamiento de mi bolso, y fue exhibida ante las dos mujeres, disparó risas de Ana, pensando que era una broma mía, y el gesto preocupado de Teresa, agradeciéndome que la llevara y contando lo complicado que era conseguirlas en Washington.

Cuando emprendimos las vuelta, después de una semana, estábamos más seguros que nunca que los días de Teresa en Estados Unidos estaban contados.

Vieron esas sensaciones que tienen los padres y que son tan inexplicables como describir una voz? Esas cuestiones que uno intuye, que sabe que van a pasar? Eso sentíamos con Ana cuando nos volvíamos en el avión.

Teresa seguía sola, con amigos gringos, de los que después de pasar una noche fantástica de confidencias y recuerdos de la vida, se van de tu casa llevándose las cervezas que ellos trajeron y sobraron y se dan vuelta para saludarte con un apretón de manos.

Gentes acostumbradas a las reuniones con horario, que se sap cuándo empiezan y a qué hora tienen que terminar.

Preparados, capaces de hablar horas de otras culturas, e incapaces de hablar de la propia con algo de interés.

Sabíamos que se volvía. Había solo que esperar que suceda.

Y fueron entonces unas semanas, lo que duró un trabajo que tuvo que hacer en Colombia, para que los ojos se le iluminaran con eso de hablar y pensar en su idioma, con eso de volver a sus cosas.

Fue, trabajó, volvió a ir, y cuando terminó el proyecto le dijo a su jefa que quería volver a Buenos Aires, que le agradecía todo, que había sido feliz profesionalmente en esa oficina, pero que la falta de otras cosas, el miedo, el frío, la falta de un amor, la hacían volver.

Y todo fue reconocimiento y cariño para Teresa. Y fueron los “no te vayas” y los “acá siempre tenés un lugar” y los “no nos vamos a olvidar de vos” como para hacer más difícil el camino de regreso.

Nos llamó un día, un domingo de asado, y en medio de esos mediodías de carreras por tv, me dijo que volvía a casa.

No tengo que contarles lo que fue el resto de ese Domingo. Los festejos íntimos, el pedido de Teresa de que todavía no lo contemos, que tenía muchos temas por cerrar aún.

Y prepararnos, y rearmar la casa para su visita, y empezar a ver a mis amigos para ayudarla con su trabajo. Y empezar a inflar el pecho por tenerla a mi cosita, a mi Teresa, tan formada, tan mujer, tan profesional, de nuevo por mi vida cotidiana, como para sacar pecho ante todos mis amigos. Aunque se quedara en Buenos Aires, ya era suficiente buena excusa para pensar en nosotros también, dejar de viajar.








Vendo todo, por viaje


Y Teresa se puso al hombro eso de volver, de dejar lastre, de desarmar su vida de los últimos años para encarar una etapa nueva. Y eso incluía dejar los muebles, las pequeñas señales de hogar que había juntado en estos años.

Publicó en el diario local:

Vendo Urgente por Viaje definitivo

Muebles
Ropa de mujer
Libros
Vajilla
Ropa de cama
Accesorios varios
Auto
Máscara antigás

A los interesados llamar al 202 316 1556 (de 0900 a 13 horas)
Teresa


Y sonó el teléfono y en horas tenía casi todo vendido. Un cuentagotas, transacciones lentas, trabajosas, que la iba despojando de lo que había sido su mundo de los últimos años. De ese montón de cosas que habían poblado su vida de adulta. Quitando todo protagonismo, con sus practicidades, sus modernidades, a las cosas de su vida pasada. Como los juguetes que uno compra de grande, cuando puede, pasan a ocupar el centro de la escena con sus brillos y nuevos diseños, haciéndonos olvidar de los que nos hicieron felices de chicos.

Y la máscara. La máscara por la que había recibido más llamados.

A las 0901 llamó un tal Peter, de Brooklyn, que la quería, que la necesitaba, que cómo era, que cuánto pedía y que, llamaba a la tarde, que se la guardara, que le iba a comprar la máscara y un par de otras cosas, y que todo sumaba unos 854 dólares, que no regateó pero que tenía que conseguir para la mañana siguiente porque la oferta era cash. Y Teresa que se compromete a no venderla porque era el primero que llamó, pero que si para las 3 de la tarde no tenía novedades, se la vendía al segundo de la lista. Un tal Paul.


Un tal Paul


Ahora son las 3 de la tarde y Teresa está cansada. Tiene uno de esos cansancios que generan cosquillas. Las que hacía rato que no tenía. Esas de los exámenes, las del amor, las de las sienes que laten, las de la boca seca.

Esa mezcla de estar extenuada por el trabajo que le dio deshacerse de todo lo que hizo durante este tiempo afuera, lejos. Como derribar en una tarde un trabajoso castillo hechos con naipes de truco y de póquer. Irregulares los vértices y las formas, pero de lejos, con una mirada compasiva, una casita perfecta. Extenuada y con ganas de salir ese mismo día para casa, para abrazarse con los viejos, para caminar esas calles que seguro va a volver a detestar pero que extraña, para seguir buscando su lugar en este mundo.

Y son las 3 y 10 y ya nadie llama.

Y Teresa piensa que ya está, maldice haber perdido un par de oportunidades para vender la máscara (que cotiza muy bien) y terminar ya con todo. Juntar los billetes, convertirlos en regalitos para la familia, terminar con los papeles y regalarse unas noches de hotel, de mimos, que tanto le hacían falta, hasta tomar el avión.

Y cuando dispuesta a guardar lo que quedaba y a inventariar lo que regalaría a los vecinos del edificio, sonó el timbre.

Y Teresa, que no esperaba a nadie y estaba a punto de dejar ese espacio para siempre, abre la puerta con desconfianza y se encuentra con la sonrisa más dulce y los ojos más atrapantes que había visto nunca.

Era Paul. Paul Zigrosi que por alguna razón tampoco hablaba.

Fue uno de esos segundos definitivos, claves en la historia de amor que empieza, que nunca más van a poder describir como en ese momento, que se volverá difuso, que aumentará o decrecerá con los años y con las ganas. Ese momento en el que los dos se dieron cuenta que algo empezaba.

Ese silencio incómodo, siguió con un intercambio de compromiso, medio español, medio inglés, como si no hicieran falta palabras. Como si bastaran las lectoras de pensamiento que los dos habían puesto a funcionar a la vez. Traductores de corazón. Amplificador de latidos.

Y Paul se disculpó por no llamar. Y Teresa dijo cosas incoherentes, y como si fueran chicos, con mucho cuidado de no arriesgar la fragilidad de ese momento que sabían que no volverían a vivir, pero que se imaginaban tratando de evocar por siempre, comenzaron a repasar sus vidas, casi como siguiendo un libreto previamente escrito.

Y la máscara en la silla que no se habían llevado, y la evocación de los barrios, las ciudades, los colegios, las películas, las canciones, los deportes, los amigos, las familias, los porteros, los remedios, los colores preferidos, los trabajos, los esmeros, los desacuerdos leves.

La máscara que Paul Zigrosi, hijo de italianos y nacido en Montreal, viviendo en Washington desde hacía ya muchos años, periodista, 34 años y casi rubio, con un amor que le dejó esquirlas y los mismos miedos a la soledad que parecía venirse, la misma máscara que Paul olvidó que había venido a comprar, era ahora la mejor anécdota para una historia de anécdotas que los dos sabían esa tarde, se venía por delante.

No se dejaron nunca. Y la sola idea de que pudiese pasar, los lastimaba.

Y así es Teófilo, Alicia, Teresa se casó con Paul, y nos contó cuando ya estaba todo arreglado.

La máscara que le compré alguna vez para protegerla, hoy tiene un lugar de privilegio, extraño y hasta excéntrico para los ojos de los amigos nuevos, en un lugar destacado de la repisa del líving de su nueva casa de Queens.

Volvió a su trabajo. Y la ascendieron.

Buenos Aires, Junio de 2008
GAP

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