De muertos y placares

DOS Hipólito Treinta balines

Cuando Daniel volvió del baño todo estaba igual, nadie había levantado la vista del plato y el que jugaba con miguitas lo siguió haciendo. Y Julio se convirtió de pronto en Enero, y la mecánica de llevar los pinches de carne al aceite que hervía se hacía pesada, como un salto de garrocha.
Quién iba a hablar después de Juan? De qué fútbol, minas, novelas o contrapuntos musicales se iba a hacer el párrafo siguiente?
Flotaba en la mesa ese cansancio pesado de asumir entre ellos, por primera vez, que la mierda también podía pasarle a ellos, que no era perfectos como lo eran cada vez que se juntaban, que ese bienestar costaba mucho y que se había construido, pacientemente, a fuerza de silencios tan profundos como un lecho marino.
Lo malo, lo feo, lo cruel, lo triste, no era entonces país de los noticieros. Desdentados, morochos, sucios, que contaban atrocidades entre llantos y mocos, para calma de las buenas personas, que al estar lejos de esos paisajes suburbanos, protegían sus fortalezas del invasor todo oscuro, mierdoso.
Luciano se paró y fue detrás de Juan, a tomarlo por los hombros, a darle la calma que nadie se animaba a dar pero que todos querían. Luciano sabía lo que hacía, lo había hecho tantas veces con gente que ni conocía, calmarlos, tratar de explicar lo inexplicable, dar consuelo. El oficio del pastor, el sacerdote que era, y que el resto de los cuatro respetaban y admiraban.
Es que Luciano siempre fue cura, lo sabían los cuatro desde que se conocieron. Desde que lo vieron estudiar, caminar, jugar a la bolita, salir del cine llorando después de ver “Primer Pecado Mortal” con Sinatra haciendo de detective. Lo supieron siempre y ahora lo necesitaban como nunca.
Juan agradeció el silencio, y llevó su mano al hombro, para apretar fuerte la de Luciano que seguía ahí dibujando una especie de banda presidencial con su brazo cruzado al pecho. Levantó la mirada otra vez buscando aire y sonriendo con esa sonrisa que solo un vendedor de seguros puede ofrecer. Franca, dócil, confiable, blanca.
Voy al baño muchachos, necesito refrescarme. Puedo cambiar la música? Y se levantó de un salto.
Volvió rápido con signos de haberse lavado la cara fuerte, despejando las lágrimas que brotaron seguro mirándose al espejo.
Puso “Vos también estabas verde” de García.
Che boludo, estás tirando todo el queso en la mesa, le dijo Hipólito a Ernesto que seguía moviéndose como en otro ritmo.
Y reanudaron la conversación haciendo un ampuloso esfuerzo por distraer a Juan, para que su cabeza se fuese de viaje con ellos, a ese lugar en el que les gustaba estar juntos, tierra de apretones de mano, de confesiones sexuales y goles de Argentina.
Nunca lo contaste, dijo Daniel.
Y si, es muy jodido lo que te pasó Juancito, agregó Ernesto.
Es que no nos metimos nunca en esos temas. Los evitamos, les escapamos siempre. Cada vez que alguno viene con algo así, lo sacamos cagando entre todos, no le damos espacio. No sé si está bien eso, es cierto que nos conocemos hace tanto, que nos queremos, que nos gusta juntarnos, pero y si hay algo más que estas comilonas? Y si alguna vez alguno necesita contar con alguno de nosotros y no se anima a pedirlo? Dijo Luciano y solo Luciano podía decir eso.
Macho, ni siquiera yo estuve presente en esos momentos de sus vidas. Y está bien, no lo forzamos tampoco, pero es raro que compartiendo lo que compartimos, solo bauticé a sus hijos y despedí a sus padres. Bueno, te casé a vos Hipólito. Pero nada más. No les estoy pidiendo que vengan a confesarse conmigo, que vengan a la parroquia, pero úsenme.
Ahora sonaba “Equipaje” por Floreal Ruiz.
Daniel, que hablaba poco, djo “ es cierto, pero es así” con la sabiduría y solidez que le otorgaba su calidad de médico eminencia en cardiología. Todo en el es blanco o negro. Un gris y se te muere, solía decir.
Hipólito entonces se llenó el vaso (no tomaban en copas) y dijo levantándose. Para qué mierda somos amigos entonces, si no podemos contarnos estas cosas? A quién se las vamos a contar? Juan, cómo pudiste estar tantos años con eso adentro? Te ayudó alguien?
Si, en esos días me ayudaron gentes que no conocía, con la devoción de alguien a quién conocía de toda la vida. Un médico de la cana, un psicólogo, un cana muy capo que vino un par de veces a casa después de hora. Si me ayudaron. Y hubo una mina, una morocha, muy flaca, que creo que era del hospital porque venía a cualquier hora y de guardapolvo. Esa mina me habló mucho. Me tranquilizó mucho y me ayudó a seguir.
No la volví a ver. Ni siquiera supe nunca cómo se llamaba.
Viste que eso pasa? Agregó Ernesto cortando, en esos momentos límites, un accidente de auto, un desmayo en la calle, los que están ahí son desconocidos, y tratan de ayudarte como si fueran amigos de toda la vida, se preocupan, te cuidan de una manera especial, aunque nunca más, y esto es casi seguro, los vuelvas a ver.
Es como cuando nos poníamos en pedo de pendejos y este (por Daniel) decía que para volver a casa Dios tenía una especie de pulsador como en el Scalectric, que te ponía en un carril y de ahí ibas solo, guiado de arriba.
Ernesto cambió el disco y puso “My foolish Herat” por Bill Evans.
A mi me violaron.
Hipólito lo dijo bajito, en momentos en que estaba justo sonando el primer acorde, como queriéndose sacar de encima la confesión con solo esa frase, como que nadie le iba a preguntar nada y pasara el turno a otro.
Pero no pasó. Todos lo miraron.
Hipólito era mecánico. Siempre le gustaron los fierros, desde chicos.
Se había hecho el mejor karting para correr en la cordada, con los mejore rulemanes, y fue el primero en ir con un auto al colegio.
Dueño de unos dedos hábiles, grasa perenne debajo de las uñas y pellejos masticados, a los 12 años desarmaba el motor de un viejo Desoto que había en el galpón donde vivían los viejos, como si fuera un ingeniero espacial. Y lo hacía mientras hablaba y tomaba mate. Placeres que ninguno de sus compañeros compartía.
Terminó justo el colegio, más por carisma que por aplicación o disciplina, aunque era bastante bueno en gimnasia.
Laburó desde los 10 años en el taller de su papá. Tito. Para quién ese aprendizaje era mucho más importante que el de las eras geológicas y los accidentes geográficos de Europa.
Se casó (fueron todos) tiene 6 hijos y trabaja en ese mismo lugar en el que se juntan a comer desde hace tanto, de las 6 de la mañana hasta la noche.
Le va bien.
Su vida está a la vista.
Es eso que se ve en su taller, la casa al costado, y sus colecciones. Hipólito es un enfermo coleccionista de cosas. Vinilos, latas de cerveza, posavasos, cajas de fósforo, revistas. Tiene a montones, clasificadas, limpias como si estuvieran a kilómetros del taller, admiradas de manera sistemática.

22 de Mayo de 1980
Fue un Mayo raro. Hizo mucho calor y las tardes se hacían largas afuera de casa. Viste cómo puteamos porque los pibes no tiene calle ahora? No andan por ahí escupiendo y tocando timbres como nosotros. Ni tirados un rato sin hacer nada como tanto les hace falta.
De los del barrio, se acuerdan algo de mi barrio? Yo era creo que el único que iba al colegio. Y eso me costaba algunas gastadas que siempre banqué y menos mal que lo hice, por más que me gane la vida así, no hubiera podido hacer los cursos que hice como el de inyección con los de la Toyota, si no hubiera tenido el título.
Esa tarde hacía un calor de perros y yo andaba dando vueltas buscando a los chicos. A Jorge el rengo, al Tano, al Cabezón.
Sabía que cuando no los encontraba, era seguro que estaban debajo de la tribuna en el club. Refugio fresco en verano y cálido en el invierno, pero sobre todo, desconocido, oscuro a la vista de los vecinos. Escondíamos los botines ahí. Enterrábamos las gaseosas que le sacábamos al camión del reparto cuando paraba, papas de la verdulería, la ropa para jugar a la pelota y una número 5.
Cocinábamos las papas y eran un manjar, así, al rescoldo.
Y a pasar la tarde acostados, mirando la nada, puteando a algún vecino que no nos dejaba estar en su vereda y describiendo con detalle la tetas de Patricia, la de la esquina, que se estaban poniendo hermosas.
Eso, algún porro que una vez nos fumamos, la primera porno que vi en mi vida, que el cabezón trajo de la casa de sus viejos (la imaginábamos a la mamá del cabezón mirándola con el viejo) y alfajores Capitán del Espacio, eran el combustible de las tardes.
Pero ese mayo hizo mucho calor, y algo se había trastocado, como mis horarios eran distintos a los del resto, llegué tarde a la tribuna, cuando ya habían tirado a todo lo que se movía. Palomas, tacitas de plástico del juego de té de la hermana del Tano, chapitas de gaseosas, todo.
El Mahely y el Kafema eran las estrellas de ese año.
Fruto prohibido, por la guita que costaban que hacía que ninguno de nuestros viejos pudiera comprarlos, y por lo que eran las armas en manos de chicos en esos años. No son armas, decía un tío mío, el tío Esteban. Y está bien que aprendan cómo se usan. Todos tenemos que aprender a usar un arma.
Y yo llegué a la tribuna y estaban ahí con un Kafema 5 y medio, meta balinazo a las terrazas de los vecinos.
Y a agacharse como los de Combate a los pedos, para que nadie sospechara de qué lugar venían los tiros. Picantes, a los gatos, a los perros, a hacer todo el daño que se pudiera.
Y como llegué tarde me perdí los tiros.
Y puteé todo lo que puede putear un pendejo a sus padres por no dejarme de joder con el colegio.
Me perdía toda esa sabiduría!
Todo por la Primera Junta y el garca de Saavedra.
Me fui derrotado esa tarde. Nunca iba a poder tirar.
Pero cuando estaba llegando a casa Jorge, el rengo, me vino a buscar corriendo.
Querés venir a tirar a la noche? Un rato, escapáte después de comer.
Pero no tengo ni balines.
No te hagas problemas, tiene Toto.
Toto era el más grande. Tenía 30 y pico pero era retrasado. Medía como dos metros y andaba siempre sucio, con un eterno pantalón marrón y pulóver naranja que era como su segunda piel.
Yo no lo entendía mucho a Toto cuando hablaba, se colaba en la cancha con nosotros y a veces se quedaba cerca, pero no era de la banda.
Toto? Pregunté.
Si boludo, el padre es armero y trae.
Bueno dale.
Comí a los pedos las milanesas y me rajé con la excusa de ir a buscar unas carpetas a tu casa Ernesto.
Llegué a la tribuna y estaba el Tano, Toto y Pedro. Habían estado chupando, porque estaban raros, más raros de la cuenta.
Tomá Lito, tirále a lo de Cuca que están los perros como locos.
Qué sensación! Tener semejante fierro en las manos y darle a lo que se te antoje. Encima de noche, sabiendo que estás más protegido que nunca.
Le dí a la puerta de la casa de Cuca, la maestra, como 10 balinazos en el picaporte (de esos grandes de maijota) y sonaba como una campana.
Che, está buenísimo.
Lito pará, no te las gastes todas. Escuchá, los balines los trajo Toto, pero hay que garparlos.
Bueno, pará que voy a casa y te traigo, cuánto sale?
No, no es guita, me decía el Tano en voz baja, Toto te la quiere poner.
Vos estás en pedo? Ni a palos, qué te creés que soy, puto?
No, escuchá, ya se que no sos, yo tampoco y lo dejé igual. No pasa nada, Toto está al palo todo el día, viste que estos pibes así están todo el día alzados? Te apoya y ya está.
No boludo! Me quise sacar al Tano de encima pero me agarraba con más fuerza.
Y vino Pedro, que me agarró del otro brazo.
Dale, ya tiraste y la pasaste bien, ahora hay que pagar. Nosotros ya lo hicimos.
Quedáte tranquilo que no sale de acá.
Y me dejaba arrastrar manso hasta Toto, que esperaba sentado en la tribuna con los pantalones abajo y tocándose. Esperando.
Te bajás los lienzos, te toca con la punta y acaba. En serio.
Pero no fue así.
Me voy a ahorrar los detalles.
No quiero traer tanta porquería a la mesa. Perdónenme.
Lo tenía atragantado.

Ahora sonaba “Ruido” de Sabina. Y todos estaban mudos.
Hipólito?
Ya está. Ya me lo saqué de encima. Mil años con esta porquería adentro. Con este desgarro, con este dolor. Se tomó todo el vino de golpe.
Y... Daniel no sabía cómo preguntar lo que seguía y estaba en el centro de su curiosidad médica.
No, no me preguntes. No fue tanto. En realidad no fue nada, no pasó nada grave. Al otro día me fui al hospital y me dijeron que no había sido nada grave. Me atendió una piba, no me la olvido más, una flaca. No sabía cómo decirle lo que me había pasado, me hice el tarado, pero se dio cuenta enseguida. Me dio una pomada.
Vos sabés que quise llevarle algo, unos caramelos un par de semanas después, y ya no la encontré.
Sospechaban que les iba a costar salir de ahí esa noche, sin vaciarse el alma.

Comentarios

Hernán Maurette ha dicho que…
Fuerte, ¿eh? Muy bueno, bien narrado.

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