De muertos y placares

Me animo a una historia por entregas. Serán 5. Al estilo de los folletines con trama policial que leía de chico. Son cinco amigos, Juan, Ernesto, Luciano, Hipólito y Daniel. Cinco amigos que un día, empezarán a contarse cosas. Va la primera

UNO Juan lo vió todo

A fuerza de verse al menos un jueves por mes, estaban convencidos que se sabían de memoria. Que podían enumerar nombres de otros amigos como si también los conocieran, viajes, dolores y pasiones de cada uno de ellos y estaban seguros (al menos así se lo contaban a los demás como una rareza en los tiempos del desapego) que cualquiera de los cuatro restantes, podía describir a cada uno, mejor que la propia familia.

Hay cientos de casos, y este no es distinto a cualquiera de esos. Se conocieron en el secundario en los 70, y si bien por esos días las afinidades eran otras, seguro influidas y definidas por amores y desencantos que los tenían como protagonistas o testigos encubiertos, a los tres o cuatro años de terminar, la vida, el azar y el juego los fue volviendo a juntar. Los fue invitando a descubrirse y a armarse un pasado conveniente, una historia y un futuro como amigos.

Invariablemente, desafiando al clima, efemérides y calendarios deportivos, el taller de Hipólito se transformaba en mesa generosa proveedora de sabores, en barra de bar donde calmar la sed del mes, en horno de barro, en vino, en pan, en improvisados candelabros en los tiempos de la crisis energética y en refugio. Aula magna en la que, como en clases irrepetibles, compartían complacidos detalles de sus vidas, que los hacía odiar al mismo tiempo a las mismas mujeres y los mismos patrones.

Juan, Ernesto, Luciano, Hipólito y Daniel.

Juan y Ernesto venían del primario juntos. Eso los hacía especiales, casi hermanos. Sus padres vivían a dos cuadras, y también se conocían de antes. De grandes contaban que en un asado los matrimonios se pusieron de acuerdo en elegir la misma escuela para sus primogénitos. Hasta los dos juntos pidieron al mismo tiempo un hermanito, que sus padres, obedientes y en ascenso, hicieron realidad.

Los otros tres se les habían sumado en el secundario.

En rigor, Hipólito y Luciano habían empezado con ellos, Daniel se sumó en tercero, cuando su madre volvió al País después de haber vivido 6 años en Ecuador, en su tercer fallido intento por formar una familia.

A los veinticortos, después de encontrarse más o menos casualmente, pero dejándose llevar por esas fuerzas que te arrastran mansamente hacia los lugares que sospechás inofensivos, un festejo de cumpleaños fallido, sin querer, los empezó a juntar.

Hipólito ponía la sede, anónima, con todo lo que se necesita para juntarse, una mesa larga, vajilla rústica (un eufemismo) sillas confortables, una heladera, la parrilla, un horno pizzero, una buena tabla que hacía las veces de barra, poca luz, que propiciaba la intimidad de las palabras casi en susurros.

El taller de Hipólito ofrecía además de buena logística, la seguridad del anonimato, esa placidez y tranquilidad de saber que nadie se iba a aparecer con cara de sueño para echarles en cara que ya es tarde, que mañana todos madrugan y que bajen la voz que con los gritos de los goles, las improvisadas canciones ó las puteadas altas que pueden despertar a los chicos que duermen.

Era el lugar ideal.

Y lo fue durante años y años, los primeros jueves de cada mes, casi sin ausencias.

A pesar de los cambios en sus vidas, de los accesos fugaces o permanentes a lujos, viajes, esposas comprensivas o no tanto, esos jueves fueron siempre iguales, invariables, perennes, testigos de sus canas y calvicies nuevas, de sus cicatrices y cambios de hábitos y temas de conversación.
Y no les costaba esfuerzo hacer que esos jueves se repitieran una y otra vez. Justificaban la rutina con frases hechas, con apelaciones a la amistad de la juventud y hasta cuestiones morales.

Tampoco era fácil entrarles, más de una vez en todos estos años, convinieron en una lista de invitados especiales a los cuales, tarde o temprano, les caía algún tipo de censura inconfesable. No hacían falta explicaciones, se los dejaba de invitar y nadie preguntaba.

Mansos, curiosos de los cambios que se iban haciendo notar en los desafíos que les iba imponiendo el físico, las maneras de ver la vida y tolerar la política, la forma de aguantar los golpes y las desgracias, se encaminaban a ser una roca, un bloque sólido e impenetrable, fuente de fantasías ajenas y tema de conversación entre amigos de otros círculos.

El cine francés, el cine argentino, el cine americano. Los poemas de Rilke, Borges y las obras de Cuzzani. La ópera, los MP3 y los tangos. La psicología, las leyes y la música. El fútbol, el rugby y los fierros. La fé y la moral y qué hacer con los violadores. Las minas, las mujeres y las señoras. Los hijos, el tiempo y qué cocinaban el mes que viene, por esos callejones andaban siempre sus conversaciones.

Más tranquilas, acaloradas, a los gritos, casi a las piñas y ofendidos alguna vez, sabedores que se necesita mucho más que violencia para terminar con tantos años de cariño.

Se sabían tanto.

Se medían sin pretenderlo.

Aunque no se hacían regalos para sus cumpleaños más que un brindis esmerado (con el mismo esmero que brindaron por la partida de Olmedo) conocían las dolencias de sus padres y abuelos y los nombres de sus hermanos y tíos y cuñados.

Cuando eran tres, bastaban esos largos minutos de espera para hablar de los otros dos, destacando esos rasgos que solo se toleran por la amistad, pero que joden tanto a los que no tienen por qué soportarlos.

Nada de organizar verse fuera del taller.

Solo Ernesto y Daniel juntaban sus familias más o menos seguido. Sus círculos estaban más cerca por haberse casado con hermanas. Por haber terminado la universidad, por gustos más o menos parecidos.

Se extrañaban.

Se presentían.

Se sentían cerca. Muy cerca.

Las cuatro semanas que se interponían a cada encuentro, sus vidas se sumergían en sus respectivas aguas. Mansas, cristalinas, revueltas o turbias. Esos ríos que siempre van.

Como si ese paréntesis de treinta días fuera, en realidad, un ensayo para el momento en el que se veían otra vez. Días en los que casi se olvidaban de los otros, de lo que habían hablado, de lo interesante o aburrido de su última charla. Lagunas de sentido y de sensaciones que solo se agitan dos o tres días antes del próximo encuentro.

Y ahí si, la rueda empieza otra vez a girar, lenta, crujiendo como el mecanismo de esa otra mágica del parque, bebedora de aceite, como ellos de vino.
Hacéte algo al horno. Yo llevo la glucosa. Quedó vino de la última?

Trivialidades de profundidad de abismo. Detalles conocidos de memoria. Precauciones.

Era invierno y en el taller hacía por lo menos 10 grados menos.

Las dimensiones, los chifletes, los ventiluces altos que no se cerraban por la herrumbre. El invierno imponía potajes, cocciones largas, raciones generosas y proximidades.

Llegaban temprano, ese día el taller cerraba a las 7, para empezar los preparativos. Si tenías que retirar tu auto un primer jueves de mes, nada de ir después del trabajo. Hasta las 6 se atiende, a las 6 y media ya no te hablan.

Comían fondue de quesos, carnes y chocolate.

Tres mecheros, tres viejas latas grandes de dulce de batata de la Giocconda, y los largos pinches fabricados por Hipólito (esmerados palitos de cobre, pulidos y con el largo justo) era todo lo que necesitaban para rodear la mesa y no levantarse más.

Y lo de siempre, la selección, un cuerno relatado con obsesivo detalle, una muerte, la última de Woody Allen, el disco de Astor que se acaba de editar en rara versión.

Lo de siempre.

Más minas.

Pero Juan traía algo atragantado. Algo no lo dejaba respirar casi. Transpiraba, a pesar de su flacura y palidez. Se distraía y no terminaba de engancharse en los temas.

“Vieron lo del pibe ese, el de la chica que violaron, el pendejo que está armando es amovida en Internet para que se haga algo con ese hijo de puta que le cagó la vida…”

“Qué huevos el pibe…!”

De la nada soltó esa frase que le salió de corrido, como si la hubiera ensayado largamente.

Juan era el más suelto de todos, el más desenvuelto, el que siempre estaba atento a los festejos, a la joda.

Locuaz, hablador de infinidad de temas, buscador de palabras en desuso, lector enfermo de Selecciones de Readers Digest, cuando definitivamente dejó la Universidad, se hizo de un tirón el curso de vendedor de seguros, de lo que vive, bien, desde pibe.

Juan se casó y era papá de tres varones. Fue el primero de los cinco en ser papá.

Es muy flaco, demasiado, y pálido, como dejando ver las venas debajo de su frente. Pequeños ríos y arroyos que le recorren el cuerpo a simple vista, como un mapa preciso de su país. La blancura de su cuerpo impresiona, y hace más oscuras sus matas apiladas de pelos. En el centro del pecho, las axilas, debajo del ombligo en delgada línea que se pierde en el talle.

Qué manos tiene Juan, son para mirarlas. Huesudas, perfectas, siempre cuidadas. Como si fuera uno de los esmeros que lo hacen confiables a la hora de encargarle una cotización para un seguro. Como si fuera esa la razón por la cual, a veces a pesar del precio, alguien se decide por sus servicios.

Venía raro Juan esa noche. Y largó esa frase en medio del ruido del aceite al hacer los primeros borbotones, esperando la carne cruda que había que zambullir en turnos.

No estaban todos al tanto del tema, pero Luciano, que había también leído la historia en los diarios, aportaba más datos.

Ese chico que cobraba notoriedad en los diarios, en los canales de TV y en Internet era el novio de esa chica que habían violado.

Como siempre, el tipo había salido y al tiempo lo volvió a hacer.

Como siempre, toda las sociedad se indignaba ante lo obvio y volvía a reclamar lo que nunca sucede. El registro de violadores, el cuidado de los jueces antes de soltarlos, las historias de las penurias de los culpables en los pabellones de la cárcel.

De todo eso iba la conversación, indignados y enojados en medio de cruces coreográficos de los pinches con carne recién saltada o el pollo bañado en queso.

Tercer brindis, Hipólito que va por más pan y Ernesto que cambia la música.

Qué huevos ese pibe! Dice Juan otra vez, ahora alzando un poco la voz entre los ruidos. Se dan cuenta lo que está haciendo? Es muy importante lo que hace...

Si boludo, ya sabemos que es importante, pasáme la sal.

El flaco ya no estaba de novio con la chica, seguí insistiendo. Lo hace por el amor que le tuvo alguna vez y por que no soporta no hacer nada. Se dan cuenta?

Ahí Ernesto, que pescaba todas estas cosas al vuelo, como buen político que es, los hizo callar a todos un momento, medio solemne dijo: Che, paren, creo que Juan nos quiere decir algo, a lo que luego de decirlo acomodó su cuerpo como para disponerse a escuchar y que todos se dieran cuenta que se disponía a escuchar no solo con los oídos.

Luciano se levantó a apagar la música, se veía venir un momento de esos que se iban a acordar por años, uno de esos arrebatos de cagarse de risa hasta ponerse rojos.

Juan tragó saliva, no quería ese silencio. Ahora tenía que contarlo. Lo tenía atragantado. No recordaba una conversación así entre ellos.

Se pasó los dedos pro los ojos, como para frenar las lágrimas que ya le salían, pensaba.


15 de abril de 1975
A pesar de la discusión y de tu enojo, esta noche paso a buscarte por la facultad. Ya que vos lo querés así, no pienso tocarte un pelo. Perdoname que insista, pero después de casi 5 años de estar de novios, nos merecemos un poco más que caricias, besitos y deditos.
Esa noche íbamos a ir a un hotel.
Le había pedido el auto a mi viejo y ya tenía todo pensado.
La levanté en la puerta de su Facultad, nos dimos un beso, nos dimos unos cuantos besos, las hormonas comenzaron a actuar y puse en marcha mi plan. En el camino me pidió explicaciones y se negó a hacerlo de esa forma. Salí de la avenida y busqué un lugar oscuro para estacionar el auto y convencerla.
Fue allí que se aparecieron dos tipos de cada lado apuntando con sus armas, y una mina joven. Como no había apagado el auto, puse marcha atrás y fui a fondo una cuadra, y al poner primera se me apagó el motor. por los nervios no pude arrancarlo, y ya tenía los chorros encima. Me abrieron las puertas y entraron. Nos mandaron atrás y arrancaron.
Tengo taquicardias de solo recordarlo. (se le notaba en las manos)
Nos hicieron agachar a culatazos. Les dije que no teníamos nafta. Se metieron en una Esso en Burzaco, donde mi padre guardaba el auto. Nos hicieron sentar bien, como cualquiera que va en el asiento de atrás. El playero reconoció el auto, me miró, pero no pude hacerle ninguna seña. Me hicieron pagar la carga y nos fuimos. Durante todo el trayecto nos amenazaron con matarnos.
Pasando el cruce de Alejandro Korn me dijeron que me bajara. No quise hacerlo si ella se quedaba con ellos. Después de discutir mucho, y de recibir varias trompadas y revolvazos, me dijeron que la largarían a las pocas cuadras. Ella me dijo que abriera la puerta y que saliera. No alcancé a bajarme del todo, cuando pusieron el auto en marcha a toda velocidad, y se fueron.
En ese momento me cayó la ficha, que la estaban secuestrando, y que yo era el más hijo de puta de la historia. En pleno ataque de furia, desesperación y llanto me fui a la ruta a parar al primero que pasara. Casi me matan. En plena ruta, de noche, arrodillado para que pararan. Lo único que conseguí fue que me dejaran en la comisaría de Burzaco.
No era su jurisdicción, por lo que me hicieron ir a la de Adrogué. Me carajeé con todos los milicos: nadie hacía nada. Otro ataque de furia. Me pararon entre 4 y me echaron, según ellos, perdonándome el calabozo y una semana de cana.
Me fui a mi casa para ver qué hacer. Mi vieja me dijo que tenía que ir a la casa de ella para avisar a los padres. Fui. Escena dantesca. El infierno se había desatado con toda la fuerza. Me pegaron entre los dos en la vereda, y terminamos llorando abrazados entre los tres.
A las dos horas, ella apareció caminando desde la esquina. Los tipos llamaron por teléfono y le dijeron a mi viejo que el auto estaba a pocas cuadras de casa, con las llaves puestas.
Cuando me dejaron a mi, a ella se la llevaron en un raíd delictivo hasta Avellaneda, afanaron a varios, y luego volvieron al mismo campito donde me dejaron a mi. Eran varios autos estacionados como una rueda. Cada auto con dos tipos y una mujer. Cada pareja de tipos violando a la mujer en una fiesta negra. Allí estaba ella: con un pánico indescriptible, desolada, y desflorada de la peor manera.
No puedo más. Dijo, y rompió a llorar.

Por primera vez en años tuvieron que soportar un silencio pesado. En realidad ya lo habían hecho antes, en ocasión de velorio o de hospital. Pero ahí, en su santuario, en su placidez, era la primera vez que un silencio se podía masticar.
Hipólito intentó decir algo, sabía que no había lugar para bromas. Solo alargó su brazo y llenó las copas. Bien hasta el borde, como si intuyera que eso que se les atragantaba a todos, iba a necesitar mucho vino.
Luciano, que es sacerdote y sabe cómo encarar estos temas, fue el que habló: ¿Qué decís Juan? Es terrible lo que te pasó. ¿Alguna vez lo contaste? Y se levantó a consolarlo. Había metido su cabeza entre los brazos y se había hundido en la mesa, como un chico, escondiéndose de esa manera como si nadie pudiera verlo.
Levantó la mirada, los recorrió uno a uno y dijo con la voz cortada: No puedo más, es la primera vez que cuento esto, perdónenme, les cagué la noche, pero ese chico sufriendo y movilizando a la gente por internet para que todos hagamos algo me partió al medio, me sacó toda esta mierda que tengo guardada. Me doy lástima por no haber hecho nada. Se dan cuenta? Solo fui un testigo del desgarro de lo que más quería. Cómo iba a planear una vida con ella? Y esos hijos de puta se llevaban en un minuto toda mi fantasía de acariciarla, de besarla, de mostrarle mi cariño con el cuerpo. Es cuerpo que ahora ya no me iba a pertenecer.
No la ví más. Antes que pregunten.
No había preguntas, Daniel se levantó al baño y subió la música, sonaba ahora Early Morning Good de Chet Baker.

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