Bendito es el fruto


Odiaba tanto llegar tarde. Le daban vergüenza esas miserias que lo hacían tan desdichado pero que con el paso de los años manejaba cada vez menos. No había terapia ni reflexiones. Solo disimulo y proceso interno.

Pero decidió ir con el auto, y aunque se lo aconsejaba a otros, no se subió al subte esa mañana, quizá para llegar en condiciones al Bar en el que se había citado con Laura.

No la conocía, solo había leído mucho sobre ella. Detalles íntimos, cuestiones relacionadas a su carácter, enfermedades, obsesiones, educación, libros, pasatiempos, viajes y algo sobre sus padres y hermanos. Pero no la había visto nunca.

No le llamaba la atención ese detalle, de todas maneras los acuerdos estaban ya firmados y habían sido tal cual lo había planeado con la ayuda del doctor Espeche, así que no había nada de qué preocuparse.

Simplemente quiso verla, tuvo ese impulso y la llamó.

Se tenían que ver a las 10 en un bar de la calle Tucumán, zona repleta de abogados, como si ese lugar seguro lo protegiera de artimañas que tanto lo lastimarían. Después de todo no se trataba de un boleto de compraventa o de un alquiler cualquiera.

Ramiro era de seguir impulsos y esta no iba a ser una excepción. Hacía lo que quería con su vida desde hace rato, y ahora, a sus 38, todo ese galopar sobre las cosas estaba más a flor de piel que nunca.

Hacía ya unos 12 años que se aburrió de la economía y se abrió su taller de confección, hacía unos 15 que se había tomado el primer sabático y un poco más desde que dejó la casa de sus padres en Bernal.

Siempre siguiendo impulsos, de los que por regla, no se arrepentía.

Como cuando después de ver una y mil veces las páginas de internet se decidió por Laura.

Le iba bien. Muy bien. Esperaba que le vaya mejor y ya no le preocupaba, quería tomarse otro año sabático, tenía demasiado por leer y quería aprender a pintar.

Pero lo que más quería en el mundo, desde hacía unos tres o cuatro años, era ser padre.

Andaba siempre solo, tenía amigos, como todos, los del colegio, los del bario que ya casi no veía, algunos de la facultad y de sus trabajos anteriores y estos nuevos, muchos y desordenados, habituados a llamarse a las 12 de la noche para ver adónde ir un martes.

Creía que estaba en el momento justo para ser padre.

Lo intuía.

Se sentía maduro, aunque no era capaz de definir con precisión qué significaba ser maduro.

Se quedaba horas mirando los juegos de las plazas, la cola de la heladería, sus amigas con panza y carritos, y sentía algo adentro. Algo que no podía describir pero que se convenció que era un llamado.

No lo habló con nadie. Sentía que ninguno de sus nuevos amigos estaba en esa sintonía, que no sabían nada de su historia como para comprenderlo, y tampoco los percibía padres, como él quería ser.

Pero lo que para cualquiera de sus amigos, aún los menos preparados, los menos agraciados, los que no pudieron hacer nada de sus vidas, los que no tuvieron ni sus herramientas ni su suerte ni sus convicciones, había resultado fácil. Esto es, enamorarse, casarse o juntarse, y tener hijos, para Ramiro, por alguna razón, no había sucedido.

Simplemente no.

Sin vueltas. Tuvo novias, se sintió atraído también por hombres, probó todo o casi todo. Pero no llegaba. Envidiaba con una fuerza que le asustaba cada nueva buena noticia de sus amigos en pareja, esos ojos de enamoramiento, esos embobes, esos babeos que nunca había experimentado.

Se sentía grande para algunas cosas, pensaba fríamente que en esos lugares que frecuentaba no iba a encontrar a nadie para compartir lo que quedaba del camino. Pero no quería resignar sus ganas de ser padre.

Se veía próspero, sereno, inteligente, y lo angustiaba esa sensación de que todo eso quedaría ahí, moriría con él. La sensación de que nadie se llevaría sus discos y sus libros de la casa, cuando ya no estuviera.


Después de buscar en secreto, páginas, viajes, revistas, llamados, dio por fin con Laura.

Alquila vientre para inseminación.

Era una más, pero quería que fuera distinta.

A poco de leer sobre su vida y reparar en los detalles que las otras páginas no traían pero si la de Laura (¿era necesario hacer tanta referencia a los exámenes médicos y las enfermedades de chicos?) como sus gustos musicales y las cosas que la emocionaban, supo que era ella.

Espeche se encargó de todo. Los trámites, los detalles, los acuerdos, los pagos en fecha.

Ya tenían todo listo.

El contrato incluía no verla, que entregaba a la criatura ni bien nazca y a otra cosa.

Todo legal, todo certificado, a prueba de despechos o remordimientos.

Ya habían firmado y certificado.

Ya lo había hecho en un frasco y se habían hecho las cuestiones de la medicina.

Pero tuvo el impulso de verla.

De ver cómo le sentaba ese embarazo a pesar de llevar solo 4 semanas.

- Laura, soy Esteban, el psicólogo de la clínica de fertilidad, me gustaría que nos encontremos para ver cómo va todo. Te parece? Es de protocolo, pero algunas no quieren. Como te parezca. Si? Bueno, el lunes te espero en el bar que está en Tucumán al 1300, en el centro, te queda bien? Dale, nos vemos ahí el lunes. Chau.

Quizá era el eco de esas palabras lo que hizo que se retrasara 20 minutos. No estaba acostumbrado a mentir para lograr nada. Demasiado seguro de si mismo como para tener que inventarse un personaje para lograr algo.

Al fin dejó el auto a la vuelta del bar, y esos 70 metros se le hicieron eternos.

De repente todo el ruido de la zona se apagó y solo escuchaba el eco de sus pasos. Como si todos esos trajeados abogados que cruzaban con expedientes y celulares en llamas hubieran sido una gran escenografía montada para el encuentro, y todos, como en una coreografía, se abrían a su paso.

Le latía el corazón fuerte, tenía mucha expectativa en ver a Laura.

Dudó 10 metros antes, se paró a comprar La Nación y pretendió volver sobre sus pasos.

Miró a la esquina, tuvo el impulso de comprar flores en el puestito que recién estaba abriendo.

Llegó lento a la puerta del bar, lo pensaba lleno de gente, de abogados y cafés con leche y diarios y expedientes. Pero no, estaba casi vacío, como si lo hubiera hecho desalojar el mismo director que estaba haciendo la puesta en escena de la mañana hasta ese momento.

Y entró.

Y miró para todos lados.

El bar era un pasillo largo. Una barra con cafés de varios gustos y tortas y medias lunas en campanas como la que guardaba el teléfono secreto con el que el comisionado Fierro se comunicaba con Batman, pensó para él mismo.

Y en medio del largo pasillo, en una mesa larga con butacas y almohadones, vio a Laura.

Intuyó que era Laura. Deseó que fuera.

De pronto sintió que se le secaba la garganta y transpiraba a pesar de los 8 grados de la calle.

Se movía torpe hasta llegar a ella.

Rubia. Con el pelo revuelto cayendo por el hombro, sentada sobre una de sus piernas, leía y subrayaba un libro, abstraída de todo, vestida con una blusa de seda naranja, que apenas dejaba adivinar unos pechos que empezaban a tomar volumen por el embarazo.


¿Y si pasaba de largo?

¿Y si seguía y se sentaba a ojear el diario y a mirarla hasta que se cansara de esperar al psicólogo?

¿Y si observaba sus muecas, sus mohines, sus rubores desde una distancia segura?

¿10, 12 pasos para llegar a ella? ¿Cuánto se puede ver en detalle en 12 pasos? Se tragó esa imagen, sacó fotos secuenciales de su pelo, de sus pecas apenas insinuadas en el escote, de sus manos chicas, de su bolso, de su teléfono arriba de la mesa.

-Hola, dijo de pié al lado de su banqueta. Laura levantó la mirada y le regaló una sonrisa que solo Laura podía regalarle a un extraño. Soy Eduardo, dijo y se sentó, ¿cómo estás?

-Hola, ¿Eduardo? Creí que me dijiste Esteban. El psicólogo, ¿no es cierto?

Tardó unas milésimas más de lo aconsejable y ese fue su error.

-Sí, no, soy de la clínica, tengo que verte para un infor… soy Ramiro Laura, el papá.

- Laura reaccionó bien, movió la cabeza de un lado al otro con un “aaahhh mirá vos! Ramiro. Se supone que esto que hacemos no lo tenemos que hacer Ramiro, es lo que firmamos. Conciliadora y cerrando su libro.

Al rato, el local se había vaciado y vuelto a llenar. Los olores pasaron de los cafés y facturas a aceites de oliva y limón. Y ellos dos ahí, en medio de la gente, contándose cosas.

Ni Ramiro ni Laura tenían respuestas para las preguntas que se hacían para sí, sin animarse a hacerlas en voz alta. Pero era obvio, por las miradas, por los momentos en los que reían, que las compartían. ¿Cómo llegué a esto? ¿Por qué no nos conocimos antes?

Y es esa última pregunta la que estuvo todo el tiempo en el aire. Pero para la cual Laura, con esa preciosa habilidad femenina para saberlo todo, contestó sin la necesidad de la pregunta, que quizá los hubiera puesto incómodos.

-Nos vimos Ramiro, más de una vez nos vimos. Estoy segura eras vos esa vez que te dejé partir de chica, cuando me dijiste que me querías como a nadie, y era yo a esa que dejaste en la puerta de ese bar esperándote, y eras vos el que se fue sin saludarme dolido por mis histerias y era yo la que nunca respondió tu carta.

-Estoy segura que nos dejamos pasar más de una vez, simplemente porque no pensamos que podíamos estar escondidos en esas personas.

Los silencios entre frases ahora eran más largos.

Ramiro miraba sin leer la tapa del diario.

Tomaba sorbos cortos.

-¿Cuánto tiempo les dimos? ¿Cuántas veces nos alejamos sin dar chances? ¿Cuántas veces herimos?

Se rozaron las manos sin querer.

Ramiro la dejó quieta. Haciendo un esfuerzo por enfocar toda la energía de la que es capaz de producir en ese minúsculo milímetro de piel compartida.

Eran las 6 de la tarde.

Habían estado demasiado tiempo, habían comido, se habían levantado al baño, habían reído.

Se frotó los ojos, estaba cansado. La miró fijo, como había hecho tres o cuatro veces en esas horas. Cuando Laura volcó la cabeza de lado y dejó caer su melena, estuvo a un triz de besarla.

En lugar de besarla se levantó de un salto.

Llamó al mozo y mientras venía a cobrarle, la volvió a mirar fijo para recordarla. Lo hacía a menudo, cuando diseñaba cerraba sus ojos y aparecían todas esas fotos que atesoraba.

Cuidálo,

Le acarició la panza, que todavía era chata.

Salieron del bar juntos, como viejos amigos, ya no quedaban abogados corriendo con expedientes.
Se había ido el sol y el frío ya empezaba a bajar.

Caminaron juntos hasta Viamonte y se separaron sin pedirse nada. Con un beso en la mejilla.

En esas cuadras que caminaron, Laura hasta el Subte y Ramiro hasta el auto por el camino más largo, no pudieron responderse a sí mismos si todo había sido un error.







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