El señor Mullen

El señor Mullen

Si había algo en el mundo que el Señor Mullen odiaba eran los jazmines. La huella, la esencia, su alma.
Los presentía. Algo en su ser se conmovía mucho antes de verlos, de tenerlos a la vista. Como el ruido de la púa segundos antes de empezar el disco.
Con destrezas adquiridas, había aprendido a evitarlos durante toda su vida.
Artilugios, estratagemas, martingalas.
Nada lo distraía. No dudaba. Como había aprendido a presentir, el Señor Mullen llevaba una vida dichosa sin jazmines.
Su trabajo como dueño de la fábrica de espoletas lo tenía largas temporadas de viaje. Apacibles Viena, Amsterdam, París, como remanso de las más agitadas Recife o Nueva York y los barcos y sus camarotes impersonales.
Libros para los viajes, dos baúles cargados, mitad de uno para sus escasos vicios (tabaco, maltas escocesas y sus rompecabezas de 5000 piezas) y algo de espacio para los regalos, que invariable y metódicamente compraba en cada parada para su amada Genevieve.
Hija de un banquero amigo, la bella Genevieve le cambió el semblante, el invariable olor a pólvora y la cuenta bancaria.
Nada era suficiente para agasajarla.
Sirvientes, regalos, palco en la Ópera.
Todo lo merecía su belleza y su economía de palabras.
Los viajes del Señor Mullen eran de dos o tres meses y sus regresos, motivo de fiesta y celebración. Si se habían cerrado buenos negocios (una constante en esos años) las fiestas en la Casa Mullen eran cuestión de Estado. No ser invitado era motivo para mudarse de ciudad.
El Señor Mullen era pura energía.
Solo no soportaba el olor a jazmines.
A la vuelta de aquél viaje en pleno Junio, al abrir las ventanas para ventilar su cuarto bien temprano como acostumbraba a levantarse, el Señor Mullen vio la bicicleta del cartero apoyada en un pilar de la entrada.
La reconoció por los burocráticos ornamentos, a pesar de que había unos 50 metros entre ese pilar y su cuarto.
Al bajar a desayunar, la diminuta pieza encontró su lugar en el paisaje.
El Señor Mullen supo entonces, que sus amorosas cartas, escritas entre vaivenes y música repetida, habían sido entregadas siempre por el mismo cartero. El joven Jurgen.
No había dudas.
Jurgen era hijo de Frida, su antigua compañera de estudios. Era bello como su madre, y descuidado. O joven, pensó el Señor Mullen.
Fue al altillo con la excusa de buscar unas botas para la cacería del sábado y se puso a buscar en las cajas de su infancia.
Y allí estaba el retrato de la adolescencia. A pesar de haber perdido el color, tanto que casi no se distinguían los rostros, no eran fantasmas, era él con Frida de la mano frente a la Florería del padre de ella.
Jurgen había cometido un solo error, un exceso de confianza cuando entregó la sexta carta a Genevieve y con ella, un ramo de jazmines.
Ahora solo había que esperar al sábado, cuando la cacería cambiaría de presa.


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