Lluviosos 70

Pirucha. La primera vez

Las medianeras de nuestras casas conurbanas eran finitas, excusas divisorias de intimidades, no eran esas fortificaciones alambradas o electrificadas de hoy, altas hasta tapar el sol. En los primeros 70 los miedos eran otros, pero yo no lo sabía.

Pirucha era la hermana menor de la casa, de edad indefinida y maquillaje exagerado, ser la menor en un hogar de mujeres solteras necesariamente tenía que ser remarcado, subrayado, y el trabajo afuera en un puesto en la municipalidad de Lanús, la ropa llamativa y los maquillajes extremos hacían de remarcador.

Para un barrio suburbano, el estatus de mina trabajadora, entreverada con políticos y asuntos de municipio, habilitaba la charla cómplice con los hombres de la cuadra. Mi papá por caso.

Cuando mi estatura me lo permitió, a muy temprana edad, pude divisar y memorizar el patio de Pirucha.

Justo la del lado de “las chicas” quedaba pegada a la escalera que nos llevaba a la terraza, y las terrazas son territorios a descubrir para cualquier niño conurbano.

Más en verano, cuando la pileta de lona erigida en lo más alto, se convertía en la escenografía para la charla con vecinos, mate y manguera, y palabras que no entendía. Confidencias imaginaba de trampas, amoríos, deudas y enfermedades terminales, cosas vedadas a los oídos de un niño.

Reemplazos por vocablos que de tan musicales, se hacían familiares, con lo que no costaba demasiado llegar al fondo de la cuestión. “el que te jedi” o “estoy con eso” en tono de confesión, fueron los primeros que descubrí, aunque sin posibilidad de chequeo. Haberlo hecho hubiera significado mi alejamiento de la periferia de las charlas.

Como sea, en el camino a la terraza siempre me detenía a examinar el patio de al lado. Mentón en el borde de la medianera, sobre los brazos cruzados codos para afuera, miraba las puertas de las habitaciones que saban a la galería, las baldosas, los canteros, la medianera del otro lado que era un alambre con ligustrina, las macetas de esas con patas y rayadas, rebosantes de colores, la manguera siempre en un lugar distinto, los sillones de metal tejido.

Años después reconocí ese patio en mil escneografías costumbristas, conventillos, casas de familias numerosas, patios en los que pasaban cosas.

Pero en el patio de Pirucha y sus hermanas había silencio.

Rara vez pasaba algo.

Ni gatos, ni perros, ni chicos.

Colores que se apagaban a medida que mis subidas se hicieron menos frecuentes.

Solo los sábados, bien temprano, hubiera sol o lluvia furiosa, sonaba música.

Siempre la misma música.
Potente, con un sonido que no era nada frecuente, como con cuerpo, los bajos remarcados y una espesura que no sabía ni distinguir ni nombrar.

No había azar en la elección. Siempre, todos los sábados, sonaba la misma música encadenada con la misma frecuencia: El Firulete, Reciedumbre y Ternura y el Varón del Tango.

Sonaba un voz potente, que mi viejo denostaba por televisiva, pero que inundaba toda la cuadra de meoldía.

Me gustaba ese sonido.

Con los años, no ese que cantaba ese señor precisamente, pero si el tango como género se convirtiría en una música especial para mí.

La repetición, descubrí con el tiempo, era una ceremonia.

Entre quetejedis y mevinoeso, un día escuché que ese señor que desde un sonido pegadizo decía:

“Tu luz de verano me soñó en otoño
y yo te agradezco la felicidad.
No puedo engañarte, mi adiós es sincero,
tu estás en Enero, mi Abril ya se va.”

Era uruguayo (solo un apodo para mí), se llamaba Julio Sosa, y había sido novio de Pirucha.

No entendía por entonces de desamores ni de extrañar, yo tenía a todos los que quería cerca. Me inquietaba ese ritual puntual, después entendí, la ceremonia, de su evocación semanal, con nada menos que esa voz cantandole al oído como seguro alguna vez lo hizo.

No tuve que preguntar, y estoy seguro que sin que se lo propusieran, cuando adivino que pregunté por qué el que cantaba no venía a verla, recibí por respuesta que se había muerto. Que se estrelló con un auto en la ruta, y era una muerte trágica.

Muerte y trágica, irían de la mano siempre.

Ese verano de quizá 1972, fue la primera vez que la muerte se reveló acompañada de música, de vacío y de tristeza.

La nena del baldío

Al lado de esa casa de mi segunda niñez había un baldío.

Hoy son difíciles de encontrar, los barrios se poblaron de casas apretadas, pero en esos primeros años 70 todavía se encontraban frentes alambrados (no se sospechaba que alguien pudiera intrusarlos) con árboles frutales y hasta huertas, verdaderas usinas comunitarias mantenidas por algún jubilado italiano de manos laboriosas y paciencia campesina.

Eran mundos prohibidos, situaciones límite, universos complejos de geografías de aventura, pero repletos de sombras y aristas y rugosidades no adecuadas para manos de niño, tersas e inmaculadas.
Era tácito lo de no poder saltar el alambre.

Nadie lo hacía.

Se respetaban algunos límites aunque no estuvieran vinculados a sanciones precisas. No había necesidad de prohibir ver el Zorro o el Santo para saber que no debía cruzarse esa barrera.

Si se podía disfrutar de el fruto de esas plantas, cuando el gallego Javier, el tano Dimunno o Culo de Goma (que eran más grandes) cruzaban y venían con una bolsa de ciruelas o granadas. Y el festín era dulce, y no había represalias. Era en definitiva el fruto de la tierra en medio del barrio.

Una de esas tardes de escuchar a escondidas conversaciones de los mayores en la vereda, con los ojos puestos en los autitos y sus destrezas en el piso del patio y los oídos en la conversación de la puerta, escuché por primera vez lo de la nena que encontraron en un terreno.

Era todo muy impreciso, el relato, las voces que llegaban extrañas, supongo que por la conmoción. No había manera de reemplazar palabras, todas eran feroces y complejas. Alcancé a entender que varios días sin aparecer, que un vestido blanco, que un juguete, que un degenerado, que un perro y un baldío.

Del susto dejé los autitos. Se me aceleró el pulso de manera que no pude seguir con la carrera. ¿Sería mi baldío? ¿En el que había estado tantas tardes a escondidas? ¿Era el mismo viejo gritón que venía desde la otra cuadra con sus empecinados baldes a regar los tomates? El que dejaba rastros de gotitas con su paso arrastrado, el que fumaba unos toscanos horribles y nunca miraba para arriba. ¿Sería ese al que llamaban así, degenerado? Yo no sabía mucho qué quería decir, pero lo imaginaba malo. Cualquier cosa relacionaba con algo malo cuando se trataba de una nena, de mi edad, seguro.

En las siestas y sobre todo a la noche, cerraba los ojos con toda la fuerza que podía para sacar el recuerdo.

Por las dudas no volví por mucho tiempo al baldío, ni comí las ciruelas.

Unos años después, pocos, ví la foto y el titular de La Razón con el relato de lo que había pasado.

Lo ví sobre una mesa y tuve que hacer un esfuerzo para recordar lo que decía, lo sacaron rápido de mi vista.

Nunca supe si era mi baldío.

Si supe, que había sido unos años antes, digamos, 1969.

El diario

Con solo 4 canales de TV que empezaban tarde y siempre tenían problemas con la antena y el sintonizador, los muebles que contenían las teles eran monumentales.

Verdaderos amos de los espacios.

Colosos erigidos en esquinas estratégicas de las casas, congregadores de familias y amigos, invasores amistosos del futuro.

Todo era complejo, la antena, los sintonizadores, los estabilizadores. Máquinas infernales que con perillas enormes y mecánicas que al encenderse emitían un subsonido propio de naves espaciales, al que uno se acostumbraba a los pocos minutos, pero que permanecía allí, una escala más abajo, como un semitono, algo molesto pero necesario.

El momento era a la noche. Los acontecimientos, alguna novela, las series americanas y Narciso Ibáñez Menta, o las de Peter Cushing y Christopher Lee.

Unos chocolates, unos tostados o lo que sea que no haga migas para no arruinar el piso, todo servía para ceder al magnetismo de esas historias clásicas, vistas en tonos de grises y con invisibles saltos de pantalla y ondas como del más allá.

Llegaban las historias, estaban los noticieros, pero las noticias de verdad, de las que se hablaba todo el día, venían en el diario.

Y nosotros teníamos un diariero jorobado.

No jorobado por malo o complicado, jorobado literal, con joroba en la espalda.

Lo veía a veces llegar a la noche con su bicicleta, llueva o truene, nunca supe de donde, puntual con la 5ta y a veces la 6ta edicion de La Razón y Crónica.

Papá alguna vez le habría dicho que trabajaba en algo vinculado a los diarios, no imagino qué, y a partir de ese día se transformó en colega, en uno de los nuestros, y recibió toda la vida el diario gratis.

En un quinta edición, una noche cuando buscaba las historietas de la página de atrás (“el detalle que faltaba” era la que más me gustaba) ví la historia de la chica del baldío. Todavía recuerdo la foto.

Algo en el aire

Los años que precedieron (no se si fueron años) al día de los cortinados pesados y la semana sin clases los recuerdo siempre lluviosos.

Fríos y lluviosos, como si se hubieran robado el sol.

O se hubiera escondido.

No sabía qué era lo que estaba pasando, pero había más murmullos que de costumbre y más palabras entredichas.

Nombres que recuerdo no me habían sonado nunca y alguna noche de tensión al lado de la radio.

No era tan complejo como para clausurar las tardes, eso seguro, porque seguí pedaleando cuando volvía del colegio (era de los pocos del barrio que iba más o menos regularmente).

Las rutinas incluían el almuerzo con los Tres Chiflados de invitados, un rato de siesta, la tarea y la salida de la casa en busca de la calle.

Todos eran más grande que yo, y me daba vergüenza el uniforme. Me costaba esa diferencia que yo no había decidido, así que me las tenía que arreglar para no ser tan raro en ese ambiente.

Aprendí a escupir, aprendí las palabras que abren todas las puertas y las fantasías, y me asomé a ese mundo hecho de delitos menores, pitadas que nunca dí, robo de cosas del kiosko, o los yogures siguiendo al reparto y la entrada libre a la cancha de los sábados.

Las escapadas se hacían travesías cuando se podía ir en bicicleta, quiero decir, se expandían. Me dejaba llevar por esa libertad. No sabia ni por donde estaba, y aunque no podía asegurar que no me dejarían atrás, una mezcla de pedaleo intenso para seguirlos de cerca y latidos más ascelerados me tenían en pelotón de manera permanente.

Paraba adonde decidían parar y metía velocidad cuando alguno lo hacía, no iba adelante, no iba demasiado atrás, estaba en el lugar que tenía que estar en esos días de 1974.

Las geografías no variaban mucho, algún chalet desmesurado en medio de las casas bajas, los jardines al frente, las casas de los barrios de clase media eran reconocibles, y esmeradas.

Podría haber vivido en cualquiera de ellas, y una tarde descubrí que podrían también haber muerto en ellas.

En la esquina, no demasaido lejos de casa, tiramos las bicicletas en el pasto para meternos en la casa queso.

Ya nos habían ganado de mano pero algo quedaba.

Yo maldije que ese día fui al colegio a las 07:25, como todos los días. Si hubiese cambiado el rumbo a la casa queso me hubiera llevado más trofeos.

De todas maneras no me fue tan mal, encontré varios casquillos de balas largas en un rincón del patio.

La casa queso había sido baleada intensamente unas horas antes.

Creo que de casa se escucharon los estruendos.

Se apagaban las luces y se disimulaba con la tele alta.

Había muchas casas queso en los barrios.

Un día fuimos a una y nos enteramos por la gente que estaba en la vereda que se habían equivocado, habían transformado en casa gruyere a la casa de al lado.

Errores no forzados de la noche y los nervios, supongo, puede fallar.

De la casa queso supe poco. Una aventura. Unos trofeos que hasta hace unos años aguardaban ser liberados de su sombra, pero que nunca vieron la luz, y terminaron en una bolsa de residuos.

A pesar de que no era tan lejos, nunca jugué con los chicos que vivían en la casa queso. Pero había.
Entre las cosas, los vidrios rotos, los muebles destrozados, los panfletos, las botellas, los otros muebles apilados y los miles de agujeros, un triciclo, una pelota, un ludo matic y tres muñecas iguales se habían salvado, pero no eran trofeos.

La Mercedes

El primer año de colegio empezó bien, pero era raro.
No era raro el colegio, aprender a decir el padrenuestro, la bandera, las letras y los números que no me sorprendían. El viaje era raro.

Mamá y papá habían comprado casa cerca del colegio, pero todavía no se las habían entregado. Esos días de papeles eternos y préstamos a tasas razonables para la clase media.

La casa estaba, pero no en la fecha prevista.

Pero el colegio no esperaba, así que los primeros meses fueron de colectivo intenso.

Con uno a la mañana, con otro al mediodía, la avenida Irigoyen se insinuaba ya colmada y peligrosa. Adoquines jabonosos en esos inviernos de lluvia, y tráfico constante.

Ir del lado de la ventanilla creo que fue parte importante de mi educación en esos días.

El mundo pasaba.

Un día de ida al colegio, bien temprano, el tráfico se detuvo.

Fuimos pasando despacio, en cámara lenta.

Llovía, como siempre, y las luces de los autos hacían ese efecto en la calle que años después tanto me gustaría.

Todo era silencio cuando pasamos por la esquina de la concesionaria Mercedes Benz en Lanús.

Todo era azul y blanco, intermitente, como si hubieran preparado una pista de baile iluminada.

Pasamos muy despacio.

Soldados, policías, todos con capas de lluvia lo que los hacía parecidos, distinguibles solo entre gorras y cascos.

Mucha gente alrededor, gritos y órdenes.

Yo con mi cara muy pegada a la ventanilla lo vi y ya no pude sacar la vista de él.

En medio de la calle yacía un hombre ensangrentado. Pantalón claro y camisa blanca. Sin zapatos.

Su mueca era extraña. La boca abierta.

Estaba muerto.

Y era la primera vez que veía uno.

Así era.

Papá no me apartó la cabeza. Quizá desde su asiento del pasillo no lo veía. Quizá pensó que está bien que vea lo que estaba pasando. Quizá solo no se dio cuenta.

La primera semana de televisión infinita

Iba bien la escuela. No por la buena preparación del jardín, no había casi ido al jardín, pero fluia bien.

Habían pasado semanas de el dia de la Mercedes Benz cuando al llegar a la puerta del colegio nos enteramos de la noticia.

El Obispo había muerto.

Era ese día especial que tantas veces me serviría para mencionar aquellas cosas que rara vez suceden.

Había fallecido un hombre bueno, y como además mi colegio era parroquial, no tuve clases por una semana.

Duelo prolongado.

Para recordar al que se fue.

Para venerarlo, despedirlo, acompañarlo al último lugar.

¿Adónde iría?

¿Se reuniría con el que había visto tendido en la avenida? ¿Le daría su bendición al verlo? ¿Y la nena del baldío? ¿Y los chicos y los grandes de la casa queso?

Vi verdaderas maratones de Ladrón sin Destino y el Santo.

Los Tres Chiflados y los dibujitos.


La cureña y la segunda semana de largometrajes

Ese fin de semana estuvo raro el ambiente. Más murmullos de costumbre y más quetejedis.

Era difícil saber qué pasaba, pero se notaba en la calle, que se alborotaba por nada.

Ese lunes volví del colegio y la cosa no había cambiado mucho. Al contrario, se puso más rara.

Crucé para ir a jugar a lo de Culo de Goma y vi a dos mujeres llorando en la calle. Había más silencio que de costumbre.

Los negocios cerraron, el almacén, el quiosco.
Jugando en el patio, creo que a los indios y a los vaqueros, la mamá de Culo de Goma, que era más grande que mi mamá, pidió que nos callaramos un poco, que no podía escuchar la radio.

Casi que seguimos con los gritos y las flechas cuando subió el volumen al máximo: una señora con voz finita, extraña en su fraseo, a la que nunca había escuchado decía que estábamos “viviendo horas aciagas, y que debía comunicar al pueblo con gran dolor, el fallecimiento de un apóstol de la paz y la no violencia…”

Otro más, pensé, quizá otro Obispo.

A las horas la mejor noticia, otra vez sin colegio, otra vez una semana, con la diferencia que esta vez era en todos lados que se podía faltar, y ni los canales transmitían sus programas.

Vi por primera vez el largometraje de Batman, ese en el que están todos los villanos juntos, ví Casino Royale y todos los capítulos del Correcaminos que entraron en las horas lluviosas.

El invierno vino fuerte y con más lluvia, y entre serie y serie, ví el cajón desfilando por una avenida. Mar de gente, caballos y bandera argentina cubriéndolo.

Así que era ahí adonde los ponían.

Eso que les pasaba a otros, eso de desaparecer para siempre, de irse lejos, pero de otra manera, con la certeza de no volver, ese lugar que imaginaba lejano y de alguna manera apacible, era la muerte.

Que le llegaba a los grandes, como el señor del uniforme, pero también al de la concesionaria en la avenida, o la nena en el baldío.

No había reglas, pensé.

Qué extraño todo.

Cachuzo

La señora de la casa de dos pisos de la otra cuadra había sido distinguida, distinta, distante.

No hacía mandados, no estaba nunca en la calle, la venían a buscar en un auto grande, y su ropa no era como la de las vecinas de la cuadra.

Fumaba en el porche de su casa.

Y no era es la única actitud desafiante, su perro, Cachuzo, un pero enorme y colorado, siempre estaba a su lado. Fiel, atento, enorme.

Los pibes aseguraban que Cachuzo se movía a la señora.

Movía era el verbo.

Era obvio, cuando salían a la puerta a fumar, el gordo se le metía entre las piernas y casi la tiraba.
Y no dejaba que nadie se le acerque.

Pero no era eso lo que querían decir con eso de que se la movía.

Era celoso Cachuzo, celoso de su espacio, de su olor, de su comida puntual. El amo de la casa.

Ella ni lo nombraba, le bastaban miradas, como en un matrimonio anitguo, solo lo miraba para saber qué quería de él. Qué parte lamer, quién no podía acercarse, que parte del cuerpo necesitaba calor de arrime en el invierno.

Un día pasé por la casa, siempre de la vereda de enfrente (se contaban gatos masacrados y más de una mordida de muslo de repartidor) y la señora, pelo muy corto y platinado, fumaba sola.

Cachuzo no estaba en sus pies.

Ya no apareció.

Pregunté como al pasar en casa.

Hubo sonrisa entre quetejedis nuevos.

Entendí que la señora lo había matado ella misma.

Serían celos.

Se puede matar también animales, pensé.

Charles Dickens

Ya estábamos en la casa nueva, hace rato, y me gustaba.

Era más grande que la otra, tenía más cuartos y un patio enorme y soleado.

Las cosas parecían andar bien, y eso estaba bueno.

Pero en el invierno ese, los horarios se alteraron, algo no andaba bien. Era raro, porque estaban todos felices por la llegada de mi hermana.

Pero se respiraba algo de preocupación bastante más profunda que la que traían los diarios y sobre las cuales no se podía hacer nada, solo hablar, y en voz baja.

Yo leía. Me metía en los libros de la colección Robin Hood como si hundiendo la cabeza ahí, esos horizontes se abrieran liberadores.

Todos me venían bien, pero ese invierno empecé a leer a Dickens, cuentos de navidad, aunque estábamos en junio.

Y como la casa se había alterado, y me pasaba varias horas en casa de Pirucha, la lectura se había convertido en lo único que podía lograr aislarme de todo.

Papá llegó el sábado, creo, al mediodía.

No hablabámos mucho.

No necesitó muchas palabras tampoco, sospecho que no las tenía, para decirme lo que había pasado, lo que los había tenido afuera todos esos días.

“Ahora vas a tener que cuidar a tu abuela” fue la fórmula que eligió para decirme que Juan había muerto.

Lo entendí como el niño adulto que siempre fui. Lo llevé sin lágrimas por un rato largo, hasta que me aseguré que nadie veía.

Muchos años después entendí que se había muerto joven, no tanto como el de la avenida, pero joven para todo lo que le faltaba hacer. Aunque todos estaba convencidos que ya no quería hacer nada más.

Era la primera que pasaba en mi casa. La primera conmigo en ella.

Ya eran suficientes en tan pocos meses.

Sería por eso la lluvia.

Los cortinados pesados

Cuando me levanté para ir al colegio no noté nada raro.

A papá le alcanzaba con asomar la mano por la ventana abierta para saber cómo había que vestirse. No se usaba eso de los pronósticos, y si bien se escuchaba Rapidísimo, esa mañana no se había encendido la radio.

Todo se ponía en marcha puntual.

Cronometrado.

Unos minutos antes de las 07:10 estaba en casa de Juana para que ellos me lleven con su hija al colegio.

Pero no salimos.

No íbamos a salir ese día.

Algo había pasado.

Algo importante.

Estaban todos, incluido papá, frente al televisor que transmitía mensajes con tres hombre parados en el medio de la pantalla. De uniformes, como los del día del velatorio del general que había muerto presidente.

No se por que se me ocurre que también hacía frío ese día.

Ellos hablaban con palabras grandes, reorganizacion, control operacional, cosas así.

Cuando volvimos caminando a casa le pregunté a papá qué era eso.

El que tiene los tanques, gana.

Otra vez una frase mezquina para contar un universo entero.

A partir de ese día, las noticias de la muerte fueron corrientes.

Pero esta vez se festejaban como goles.

Tantos abatidos, tantos eliminados, y opertivos Independencia que siempre eran exitosos.

Había alivio en las calles conurbanas por donde jugaba, en la estación de trenes, adonde iba a la tarde a poner chapitas y tenedores viejos en las vias para que el tren los aplaste.

Pero duró poco.

Vinieron otras muertes, siempre vienen.

De Moe Howard y Larry Fine, dos de los chiflados, con unos meses de diferencia.

Me afectaban, claro, ya sabía lo que era.




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