París Texas Lomas


Debió ser invierno, por cómo creo recordar que estaba vestido. Con la delgadez de la adolescencia tardía y el descuido indumentario.
La gorra y un sobretodo viejo que mi abuela insistía con tirar.

Eran los días del Plan Austral, los días de la calle revuelta, y no entendía lo que estaba pasando.

Me había acostumbrado a ver la calle así, alborotada (las campañas del 83, los debates en calle Florida) pero no tan así, con esa tensión fastidiosa y extraña, de ruido de vidrieras rotas y de bocinazos desesperados.

Vendrían otras, pero esta tenía el impacto de la primera.

Era 1985 y andaba con 18 todavía, buceando entre materias de una carrera que todavía no me cerraba, gozando de una especie de sabático austero (unos meses después empezaría a trabajar en una empresa internacional) que dejaba tiempo libre para soñar lo que vendría.

Esa tarde la caminata (caminaba mucho para ahorrar el boleto) se hizo más difícil. El centro de Lomas (yo vivía a unas cuadras) estaba denso, corridas, unas vidrieras rotas, papeles volando (había mucho viento, si, era invierno) y ese paseo se me antojó peligroso.

Sin teléfonos móviles, sin manera de saber lo que estaba pasando, mi instinto me llevó al cine. A cualquiera (¡¡había 4 en unas pocas cuadras!!) solo para buscar un refugio, un lugar en el que sabía que iba a estar seguro.

Me metí en el primero que tuve a tiro. Daban París Texas, de Win Wenders. Y lo que fue un reflejo de supervivencia, se convirtió en una experiencia inolvidable.

Nunca había visto una historia de amor tan desgarradora, tan solitaria, tan profunda y melancólica (ideal para los 18).

Esa pareja absurda entre Harry Dean Stanton y Nastasja Kinski, se me reveló posible, romántica, rica.

Todavía puedo entrecerrar los ojos y recordar escenas con minuciosidad. La caminata del personaje de Stanton (Travis) por el desierto, con su gorra polvorienta y sin rumbo. La música, la escena en la que él le habla a ella a través del vidrio del Peep Show en el que ella trabajaba y su declaración de amor y de cómo él pensaba que la protegía huyendo.

El reencuentro de ella con el hijo de ambos.

La “Canción Mixteca” con esa guitarra cadenciosa.

Salí del cine y todo había pasado.

No andábamos las 24 horas pendientes de la cotización del dólar, si sube un centavo o baja 6, no había programas de chimentos ni panelistas, había menos ruido.

Cuando unos días después un perro (un Setter) llegó a casa, lo bauticé Travis. Era flaco, los pelos largos, desgarbado con Stanton.

Y la película, su tono, su cinematografia, fue de lo mejor que me pasó en mi vida de cinéfilo.

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