La cama

Hay gente que cree, que se imagina, que somos testigos de los acontecimientos que transcurren en una vida. Nos miran con esa melancolía bobalicona del que no entiende pero igual cree. Pura voluntad. Más de uno se emociona cuando entra a una casa llena de los más viejos de nosotros, los nobles, los robustos, los de los brillos eternos, los que ya no se hacen como antes, los que duraban (durábamos) toda la vida, o incluso varias vidas de esas cortas como las de ustedes, y piensan en las cosas que pasaron en ese cuarto y sonríen con complicidad mientras nos acarician.

Pero la verdad es que nos va grande, que no hay tal cosa. Ninguno de nosotros llega a apreciar algo así, no es tema. Quiero decir, no sabríamos por dónde empezar, no hay memoria (con la excepción de esas almohadas modernas) no somos nada más que una estructura sólida, una función y a veces un diseño (cosa que sí apreciamos).

Pero quiero dejar algo en claro, yo escuché más de una vez (porque me tocó así, compañeras mías no tienen esa suerte, o desgracia, no sabría decirlo) 

-        “Marta, mirá si esta cama hablara” 

Marta era la mujer de Angelito, y la responsable última de que yo haya entrado en esta casa esa tarde calurosa de 1968.

Me armaron en Díaz, la mueblería esa que ganó fama porque el tal Díaz se construyó un chalet nada más que para dormir la siesta (eso dijo, pero se sospecha de otras cosas). 

Claro, sería una mueblería Díaz más, de no ser porque el tal Díaz, hizo el chalet en la terraza de un edificio a metros del obelisco. Díaz era un genio, tramposo, pero un genio, y de su imaginación o su espíritu empresarial nacimos una cantidad de muebles asombrosa. Perdurables y honestos. Ufanos.

Mueblería Díaz equipaba departamentos de todo tipo, grandes, chicos, lujosos, atorrantes. Podía venir un pedido para Bonavena o para un tirado de cualquier barrio de Villa Crespo y le dedicaban el mismo esmero, la misma pasión, las mismas esmeradas manos de laca.

Era cuestión aspiracional para los tipos como Angelito, que miraba el chalet desde la parada de colectivo que lo llevaba a Constitución todas las tardes, para regresar a Lanús después de trabajar todo el día.

Angelito, maestro de escuela de esos de guardapolvo blanco (como Cortázar) y buen vecino. Buen chico de chico y buen tipo de grande, Angelito conquistó a Marta con su sonrisa implacable, la misma con que recibía a los chicos en la Escuela Normal de Bánfield, pero distinta, en un baile de carnaval en el club Huracán de Lomas mientras intentaba sacudirse al ritmo de Sandro y los de Fuego con éxito dudoso.

Se amaron desde ese día y no dejaron de amarse a pesar de todo, de los kilos que fue incorporando Marta y de las sonrisas a mansalva que disparaba Angelito en el barrio (y más lejos) sonrisas como avanzadas militares, conquistadoras.

Hijos, milanesas, Mar del Plata y tangos que iban desapareciendo, golpes militares y casas refugio por el barrio, silenciosas y de persianas cerradas.

No siempre estuve en este cuarto, tengo que poner un poco de orden en el relato, acá estoy desde hace poco tiempo. En la casa anterior, en la de Angelito y Marta, todo hacía juego (ahora no) había placard, cómoda, mesas de luz, todo de Díaz y con lustre parejo. 

Y había movimiento.

Al principio Angelito y Marta, que no veían la hora de que llegara la noche para abrazarse, para estar juntos. Marta con su melena que soltaba solo adentro de casa y Angelito con su sonrisa y su cuerpo esmirriado y gracioso. Qué noches! Todo era sábanas salidas, migas y azúcar. Fines de semana enteros sin salir de ahí nada más que para traer provisiones o ir al baño.

Cuando compraron el aparato de TV, lo que se insinuaba como costumbre gozosa pasó a ser obligación. Ibáñez Menta, Mancera, todo se veía desde mi regazo.

Después los chicos, después las siestas, después las tiradas de cuerito con talco en la espalda a los chicos y los reposos cuidados.

No puedo precisar mucho más, aunque es bastante, pero después los chicos no vinieron más, Marta se pasó una temporada muy larga quieta, la luz se prendía poco y se notaba por el silencio que algo no andaba bien.

Hasta que un día se fue y no volvió.

Angelito empezó a dormir atravesado, ocupando más espacio, menos horas, la TV no se encendía más y había días en los que no se encendía la luz (faltaban dos bombitas.

Como Angelito fue mermando sus movimientos, nosotros fuimos perdiendo el brillo, y cuando te volvés opaca es el principio del fin. Ya lo sabemos nosotros por historias que llegan de transformaciones en cunas, postes para alambrados y hasta fogatas de San Juan.

Lo que no cambió en Angelito fue la sonrisa.

Esa que le había traído algún dolor de cabeza en sus tiempos con Marta, sospechas, reproches, platos rotos, ahora era como su último refugio, el recurso más a mano que le quedaba para no estar solo.

Una mañana las cortinas se abrieron después de mucho tiempo, un torbellino entró en la casa dando vuelta todo, cambiando todo de lugar, tirando cosas, cambiando bombitas.

Se llamaba Perla, pero se podría haber llamado Anna o Beatriz, esos nombres que les ponen los gringos a los huracanes, porque en cuestión de pocos días puso todo patas para arriba, hasta música puso.

Y Angelito, que seguía viviendo solo, que ya jubilado pasaba mucho tiempo en el patio y en un tallercito de 3x1 que se había construido en el fondo, en el que armaba radios a transistores y jugaba partidas de ajedrez contra los grandes campeones desde las páginas de una revista europea, Angelito se dejó convencer por los hijos que entrar a Perla en la casa todos los días para ayudarlo, para que no esté solo.

Al principio no se tuteaban, Angelito era un caballero de la vieja escuela, y agasajaba a Perla con detalles. Un caramelo, unos pesitos extra por una comida más rica que lo habitual, un ramito de flores para el cumpleaños.

Y Perla devolvía.

Con trabajo y con dedicación exclusiva.

Se venía desde Varela para esa jornada de 6 horas que podían bien ser 8 o 10 de acuerdo a las ganas o la necesidad de volver a su casa de mucho ruido, de hijos y nietos por todos lados y marido áspero.

Angelito tuvo que guardar cama y esa atención distante pasó a ser de roce.

Ayudarlo a cambiarse, ayudarlo a lavarse, ayudarlo a sentarse y a sacarle las almohadas.

Ahí estaba yo, tantos años después, tantas historias vividas en ese perímetro delimitado por el colchón y mis bordes, ocupada como nunca antes, dando lo mejor.

Perla notó un día que Angelito dormía plácido pero tenso ahí abajo.

Lo miró y no lo creía, Angelito era mayor, pero ahí estaba aquel vigor dispuesto a sostenerse.

Se acercó y lo acarició para comprobar que fuera lo que pensaba y si, era.

Después, más tarde, sin hablarse y casi sin mirarse, Angelito despertó avergonzado y Perla lo ayudó a relajarse. Con dulzura, dejando en claro que por eso no había que pagarle nada extra, que lo hacía por que quería.

Angelito se estremeció y volvió a estremecerse muchas veces con Perla.

Nadie lo proponía, sucedía en el momento que debía suceder. No se mencionaba antes ni se mencionaba después.

Alivios, contracciones, evocaciones mansas que Angelito no pensaba que todavía estaban ahí, y ternura, mucha ternura.

Yo ya no esperaba nada así, la verdad es que te acostumbrás a que hay un tiempo para todo, aquello que pasaba todos los días cuando Angelito y Marta eran jóvenes (a veces más de una vez en el día) después pasaba una vez a la semana, una al mes, y así hasta ser una rareza celebrada y bienvenida.

Pero ahí estaba, con algunos ruidos producto de los años, necesidad de ajustes, algún óxido descuidado, volviendo a sacudir la base, a cumplir con una de las misiones para la cual fui imaginada.

Llegó un colchón nuevo, con él varios cambios más.

Y Angelito, que quería a Perla siempre cerca, un día le contó una idea que tenía.

-        Perla vení

-        Si don Ángel

-        Fui a la iglesia ayer viste?

-        Usted don Ángel? No lo hacía muy devoto

-        Bueno, no soy, pero el cura me cae bien. Es medio quilombero y en el barrio no lo quieren mucho. Yo me voy a la tarde a charlar, le gusta charlar y a mí también.

-        Ahhh

-        Hablamos de los 70, creo que cree que yo hice algunas cosas que a él le hubiera gustado hacer. Yo no lo quiero desilusionar y le sigo el juego. Sin exagerar. Ayer leímos a Bernardo Kordon.

-        A quién?

-        Kordon, un escritor que me gustaba mucho por esos años.

-        Ah

-        Y en eso se me ocurrió algo Perla, vos lo concés al cura?

-        Es el rubio no?

-        No es rubio es canoso

-        Pero era rubio Ángel, no se dio cuenta?

-        No

-        Siiii, se le nota que era rubión. Es pintón.

-        Parece buen tipo, y es inteligente. Y tiene ganas de hacer cosas, de cambiar el mundo,

-        Yo también tendría ganas, al menos algunas cosas

-        A eso iba Perla. Vos te merecés que te traten bien. Yo estuve hablando de vos con el cura, me dijo eso.

-        Y por qué habló de mi con un desconocido usted?

-        Porque yo los conozco a los dos, y se que son buenas personas y que las cosas no les fueron fáciles en sus vidas

-        En eso tiene razón. Y qué le dijo el cura? Si ni me conoce

-        Si que te conoce. Sabe que te llamás Perla, que vivís en Varela, que tenés 7 hijos y 12 nietos y que tu marido era carnicero y te pega

-        Cómo sabe todo eso? Se lo dijo usted Ángel. No se con qué necesidad cuenta de mi vida con cualquiera

-        No es cualquiera Perla, es un sacerdote, y es un tipo, y sabés qué me dijo? Que te ve seguido, que te ve entrar a la iglesia cuando te vas de acá y que te sentás ahí un rato y que no sabe si rezás pero si que parece que hacés tiempo para no llegar temprano. Es me dijo. Y sabés qué más? Que no se anima a preguntarte por qué lo hacés porque cree que si lo hace vos no vas a volver más

-        

-        Yo pensé en algo Perla, si me permitís.

-        Qué pensó, le dijo Perla levantando la mirada y buscándole los ojos que Angelito ahora ofrecía más jóvenes que nunca

-        Lo invitamos a comer mañana, le preparamos algo rico y hablamos los tres, el y vos de lo que les pasa y yo de lo que quieran, te parece?

Lo que sigue es historia.

Un día vinieron unos tipos a levantar muchas cosas de la casa de Angelito, entre ellas me llevaron a mi.

Y acá estoy en la casa de Perla y Ramiro (el cura).

Ángel les regaló varias cosas que ya no usaba (para qué quería una cama enorme), Ramiro dejó los hábitos y Perla también dejó cosas, los golpes y los insultos.

 Lo voy a extrañar a Angelito, pero este destino me gusta, se nota que son grandes pero se nota que tenían muchas cosas para entregarse Ramiro y Perla. 

Podría haber terminado en cualquier lado. 

Eje de carro de cartonero o viga de techo, mango de cuchillo o asado, o peor… tranca para trabar puerta.

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