Calle Florida
El flaneur es un príncipe que goza en todas partes de su incognito
Charles Baudelaire
En mi infancia conurbana no existían las peatonales.
Ninguna de las ciudades que tenía a tiro de caminata, bicicleta o colectivo, exhibían esas ínfulas urbanísticas. Ese grito de sofisticación de galería a cielo abierto (hermoso concepto tan vacío y tan fácil de decir y recordar con el que se describía básicamente a la calle de los sueños) con que Buenos Aires miraba siempre desde un escalón arriba de todos.
Ahí estaba oronda, desde 1913 en horario comercial y desde 1971 de manera definitiva, la peatonal calle Florida.
Ese centro elegante de la ciudad de fines del siglo XIX, poblado de tiendas, cafés y galerías, fue mutando con el tiempo, como todos mutamos.
Richmond, Águila, Harrods, Gath & Chaves, Güemes, Pacifico, Banco de Boston, La Ideal, las disquerías, el Di Tella. Nombre familiares en el vocabulario de muchos, aunque pisos poco transitados desde el otro lado del Riachuelo.
La primera vez que la pise debe haber sido con mis viejos, pero la que recuerdo con más claridad fue en 1977.
Iba al estreno sobre Lavalle de La Guerra de las Galaxias y Lavalle todavía no era peatonal del todo, con lo que recuerdo que hice esa fila interminable (había que ver esa película el día de su estreno) en medio de baldosones apilados por todos lados y arena y bolsas de cal, porque era evidente que estaban trabajando para dejar todo a nivel y alejar definitivamente a los autos de ahí.
Ese día camine solo (sin mis padres, obviamente pero con mis amigos) por esa belleza peatonal, por esas cuadras por las que podía andar sin cordones de vereda y por el medio, sin mirar para todos lados que no me pise un camión.
El decorado sigue ahí, la escenografía básica, cambiaron muchas cosas, los célebres quioscos de diarios hoy venden camisetas de futbol, calcomanías y figuritas, y siguen enhiestos y expansivos más o menos en el centro del paso, como siempre.
Las veredas ya no son veredas, son un pastiche sucio que se abre todo el tiempo por obras que nunca se hacen todas juntas, una especie de herida que no cicatriza jamás, quizá porque Florida no está debidamente coagulada.
El alisado blanco en pocos dias se convirtió en gris, después en gris con manchas (por el aceite de las motos y los chicles pegados) hasta este color de hoy indefinible.
Ahora hay unos canteros centrales con plantas dudosas, que sirven de grandes depósitos de colillas y latas y bolsitas y cajitas de remedios y restos de comida.
Oliverio Girondo, Ricardo Guiraldes, Astor Piazzolla, Victoria Ocampo, vivieron en Florida que también recibía a Borges en sus caminatas (el departamento de Maipú está ahí a metros) y antes de emigrar a Recoleta o más al norte las familias patricias tenían sus residencias en la zona, sobre todo al final, en Plaza San Martin.
Hoy está más Latam, menos lujosa, algo lógico en una Ciudad tan populosa en la que todos los dias entran muchas más personas de las que viven de manera permanente.
El tema es que la camino por toda su extensión más o menos desde fines de los 80.
Por esos dias desde su inicio en Rivadavia, hoy desde Plaza San Martin.
Al principio para ir a cortarme el pelo a Harrods, o a buscar algún diario europeo que llegaba después del mediodía a los quioscos de la esquina del Florida Garden, pero la mayor parte de las veces solo por caminar, por andar, por oficio de Flaneur.
También, aunque hoy sea impensado, para pararme frente a la cartelera de La Nación alguna tarde para ver primero alguna noticia que estaba esperando, algo del exterior o de acá, de nuestra política. Había que enterarse ahí, esperando que algún empleado perezoso cambie con parsimonia exasperante las letritas blancas que se pegaban a un pizarrón de fieltro. No estábamos enfermos de ansiedad.
En las esquinas aledañas se juntaban 40, 60 personas apretaditas para discutir de política, de un lado y del otro, aunque también algo extraño para estos dias, sin temor a que te dejen sin billetera o con el ojo en compota por las trompadas. Se discutía fuerte, elevando la voz pero sin la violencia que hoy surge en cualquier semáforo por un quítame de ahí esas pajas.
Quizá por esa ausencia de peatonales en mi infancia, siempre me gusto caminarla, escucharla, dejarme llevar por sus latidos.
Se venden otras cosas, se escuchan otros acentos, está más sucia, más marginal cuando cae el sol, menos glamorosa (si existe eso del glamour) y ya no es la calle ufana que iba cambiando sutilmente de sur a norte sofisticando su oferta y subiendo los precios de lo que vende, resiste, pero se fue venciendo, haciéndose más rasca, más ajada, más verga.
Me gusta el ritual del Flaneur, como ya dije, eso de andar sin rumbo, de incognito y observando, dejándome llevar por lo que se aparezca adelante, escuchando los gritos, los susurros, mirando a través de las vidrieras, imaginando esas situaciones de amistad o de pelea, de amor y de desidia, de trampa y de auxilio que están a cada paso.
Florida es un universo, una policromía, un cuadro en el que caben todos los estilos, lo barroco y lo figurativo, a veces lo rupestre, a veces lo romántico, lo urbano y lo impresionista.
Toda esa escenografía es propicia para los buscas, los marginales que ven en esa arteria un flujo de giles, de pipiolos a los que desplumar con un cuento estudiado, con un ademan o un descuido.
En tantos años de recorrerla me cruce con muchos de esos personajes, que se han ido muriendo, mudando, cambiando de piel o quizá, ojala, encontraron algo mejor, un rebusque, una fija que los saco de la intemperie.
Voy a evocarlos con respeto, si bien para muchos son invisibles, uno pasa 100 veces por su lado y no los nota, tiene maneras de hacerse oír, de hacer contacto visual, de conmover o asustar, y cuando eso ocurre, no hay manera de esquivarlos, la próxima vez que caminas por ahí, los volves a ver, ya se incorporaron a tu cabeza como sabes que si vas para el sur después de Viamonte viene Tucumán o si andas necesitando algo para la computadora hay que ir a Galería Jardín.
Hay un personaje que en realidad son varios, los llamo los “Lederyaquemaifren”, ampulosos, vestidos con ropa prestada, que se dan dique de hablar en varios idiomas, sobre todo portugués e inglés (imagino que no más de 20 palabras y sus combinaciones) , y con esas herramientas básicas salen a la pesca de turistas en busca de ropa de cuero.
Son hábiles, melosos, se saben de memoria algunas rutinas, de sonrisa generosa y amabilidad empalagosa, si te tocan entrégate, cuando posan su mano sobre tu hombro o el brazo estas en sus garras, no te soltara, los dejaste cruzar el espacio de protección y ya no vas a poder salir.
Suelen entregar unas tarjetitas igual de coloridas y de diseño dudoso.
En este recorrido por los personajes tengo que hacer una subcategoría ya que la música es todo un mundo en Florida, con exponentes de todos los géneros, algunos virtuosos y muy esmerados.
Varia su ubicación, como todos, pero generalmente en la esquina con Lavalle hay un cieguito que canta romántico. Va con su parlante y su micrófono y de parado le entra a los grandes éxitos de José Luis Perales (…y como es el?) Camilo Sesto, Dyango o Juan y Juan. Parece tímido, tiene el ritmo y el tono adecuado para esas partituras y la verdad es que es imposible pasar a su lado sin tararear lo que esta interpretando. Todos en esos metros cantamos la misma canción por unos segundos.
Mas atrás en el tiempo, llegando a Paraguay y por la caída del sol, a la hora de la vuelta, en la que la mayoría anda rápido para agarrar el colectivo o el subte, estaba un cantante y guitarrista de voz áspera. Un serrucho, que cantaba al límite del grito cuando estaba en plena función larga y había mucha gente ruidos caminando, y que además tocaba la guitarra.
No tenía piernas, era un torso sobre una tabla con rulemanes, recuerdo su cara picada de viruela y su gesto duro y su guitarra criolla, sin lustre, que tenía que afinar todo el tiempo.
Dicen, no lo sé con certeza, que una vez un tal Arjona lo invito a cantar con él. También fue actor, en la irónica película Pizza, birra, faso, tuvo su momento de pantalla.
Nunca más lo vi.
Aparece cada tanto, a intervalos largos, no puedo imaginar por que los tiempos sin aparecer, pero ahí esta y es sensación cuando aparece, es Gardelito.
Muy flaco, con traje siempre marrón brilloso, peinado con una gomina rígida y el pelo renegrido como ala de cuervo, como el mismísimo Zorzal lucia, sin arrugas, como salido de un disco, y acompañándose también con pista que sale de un parlante muy maltratado. Todo el repertorio es Gardel, no hay turista que nos e pare cuando aparece. Nunca una Mona Maris a su lado.
No puedo no recordar al flautista albino, todo de blanco, todo etéreo imponiendo sus melodías intarareables.
Las parejas que bailan tango son un espectáculo aparte, suelen armar ronda, lo que pone difícil la caminata, pero hay que reconocerles algo, hay trabajo ahí, hay guardarropa adecuado, hay música que suena bien, hay parlamentos, hay invitaciones a los alemanes panzones a bailar con la morocha del tajo en el vestido y las medias negras y hay a veces algún cantor esmerado que completa el show. Hay guion.
Fuera de la música estaba los Chaplines, dos hermanos (eran hermanos?) quizá hasta gemelos, que andaban de caminata desde Perú hasta Plaza San Martin disfrazados de Carlitos, haciendo sus mohines y revoleando el bastón a la espera que alguien les pida una foto.
El hombre tatuado era un asco, un pelado que andaba en bicicleta o caminando y estaba literalmente todo tatuado, la cara, la cabeza, todo. Creo que llevaba cosas, algo así como un cadete, pero se hacia el extra con los pedidos de fotos de los chicos.
El buscador de miradas es un estafador profesional, protagonista de otro texto urbano de hace unos años. Flaco, vestido como cualquiera de nosotros, con una habilidad extraordinaria para, cuando te cruzaste la mirada con él, empieza a hablarte de coas que te suenan familiares, hasta que le decís un nombre y ya no podes salir de su trampa. En algún momento te cuenta que su mujer está enferma, que no llega con la plata, te muestra una carpeta que lleva con datos médicos, y te pide lo que tengas para darla una mano. Un truhan vivo y habilidoso.
Había dos personajes muy agresivos, uno era lustrabotas, estaba llegando a Córdoba y usaba un sobrero tipo Charleston. Si no estaba lustrando solía contar cosas raras, o putear, mucha puteada contra todos, gobierno, futbolistas, cantantes, policías. Y escupia, mas que un jugador de la selección.
Un mal llevado al que te daba cosita dejar tus zapatos en sus manos. Nunca lo hice.
Otro agresivo era un señor con una panza muy prominente y puntiaguda, que caminaba con los brazos para atrás y te tiraba al panza encima cuando te cruzaba.
Te pedía plata de manera dura, y si le decías que no o le esquivabas la mirada, dejaba al descubierto su panza con una cicatriz, una venda y mucho Pervinox, como para que esa imagen te dure todo el dia. Además de dedicarte una puteada larga, esmerada, que hubiera sido la envidia de Luppi y Alterio.
Al grito de “la robótica para leer” un refinado joven, blend de Sting con Liam Neeson, vendía en las esquinas (cada tanto vuelve con algún artículo novedoso) unas lamparitas para leer de noche con brazo articulado para no molestar al de al lado. Un nombre ampuloso para una porquería china (de cuando los chinos producían porquerías) bautizada con un nombre que te hacía pensar que comprabas una, además de llevar vanguardia a tu domicilio, habías hecho un negoción, comprando a precio de chuchería una verdadera joya de la tecnología moderna.
Llegando a Paraguay otro artista, un dibujante que se supone caricaturista, ofrece su trabajo de manera silenciosa, de hecho parecería mudo, colgando en los canteros otros trabajos suyos, entre ellos se destaca un Homero Simpson que es muy parecido a un dromedario amarillo sin expresión. Nunca lo vi hacer un retrato. Jamás.
Un señor ya mayor, alto, ahora entrado en kilos, de arito diminuto y dorado, que ofrece cambio mejor precio paga más, fue en su juventud un afamado actor porno, dicen en los alrededores.
Seguro que tenes los tuyos, los que te acompañaron por esas caminatas apuradas o contemplativas por la arteria del deseo como se la describía en los anos 60 y 70 o mas cercano al oficio del Flaneur, el salón de la ciudad, siguiendo el concepto ligado a Walter Banjamin que decía que el Flaneur es el espía de la calle que convierte a la ciudad en su salón, en este caso, a la siempre viva calle Florida.
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