Códigos

Los futbolistas, los políticos, los periodistas, los chimenteros, todos hablan de códigos. Los románticos también los tienen...

Hubo una época en la que les gustaba hablar a oscuras. Solo querían apagar la luz y cerrar las cortinas en el lugar en el que se veían. Adonde fuera. Descifrar en cada susurro, en cada respiración, la palabra que creían justa. Entonces, sus miradas, que no se acostumbraban a la penumbra, les pidieron un cambio necesario.

Entonces optaron por las miradas, claro. Prefirieron encontrarse los ojos entre la gente, si era mucha, ruidosa, desprevenida, mejor. Y cada guiño, cada entrecerrar, cada irritación de pupila era un enigma para ese código que parecía haber estado ahí por siempre. Pero los dos usaban anteojos, y comenzaron las dudas. Los reflejos jugaban malaspasadas.

Últimamente entiendo que lo que más les gusta es decirse cosas en código morse. Rayas y puntitos. No se escriben ni se dicen palabras, les parece demasiado personal. Muy arriesgado. Prefieren el anonimato de esos signos a la segura rebelión de las palabras. Las que les saldrían serían precisas, y ¿quién necesita precisiones? Pensaban.

Entendían entre rayas y puntos y puntitos, que cada uno por su lado comenzaba a tener dudas. No me preguntes cómo, pero lo entendían.

Dudas razonables, ¿y si llega el día (o quizá no llegue nunca) en el que alguno de los dos tenga la ocurrencia, la curiosidad de dejar de construir literatura y balbucear palabras?

Esa duda los paralizaba. Cualquier movimiento que los alejara de la mullida sensación del código, los asustaba.

Claro, al final del día era placentero, cálido, desafiante, siempre jugar el juego. Ese temor, a que todo se desvaneciera, estaba presente, aunque sin nombrarlo.

Después vinieron los libros (encontrar párrafos enteros para decirse cosas) vinieron los sobres con letras para armar y hasta casi un lenguaje (todo hecho de abreviaturas y siglas)

Hasta ese Martes, ese Martes en el que creyeron que ya no les alcanzaba con el secreto diálogo en megapixeles, con los dos planos, y decidieron hablarse tocándose las manos. Cada golpecito, cada caricia en cada rincón de sus manos (la palma, los dedos por atrás y por adelante, las uñas, los pliegues, todo) sería una frase, una palabra, otro código.

Yo sabía poco a pesar de ser su amigo (de él) Entiendo que hay cosas que uno se guarda para sí, o quizá sea que no las puede explicar por que las explicaciones no llegan a complacernos. Solo suceden y nos dejamos llevar.

Hace mucho que pasó ese Martes de las manos. Desde ese día no lo veo, no lo escucho, y trato de armar un rompecabezas con sus cosas, con los restos de papelitos, libros de morse, lenguaje del cuerpo y artículos de revistas. Todos hablaban de lo mismo, maneras de decirse cosas. Recorro una y otra vez su departamento.

Ahora la busco a ella. Alguna pista de ella. Un cabello, una foto, un mensaje grabado en el teléfono, un dibujo.

Es extraño, hay rastros de ella por todos lados y ella no está.

Me siento un detective.

Qué extraño fue todo, salió de nuestras cosas y empezó ahí nomás, ese Martes, a ser un recuerdo para todos. Hasta que me enteré que venían de la familia a llevarse todo y rescaté una valija con algunas fotos, un par de libros, la corbata del colegio, retazos de nuestra vida de amigos.

Llevé todo con vergüenza, rápido, debajo del brazo. Sabía que eran las únicas cosas que alguien iba a guardar con cariño. Estaba seguro que a nadie le importaba el resto y que su colección de muñequitos de Jack tenía destino de San Telmo.

Volví a mi vida. Ese año viajé mucho, lo que me ayudó a que su recuerdo se acomodara en mi vida. Dejé de pensar obsesivamente en esos detalles que tanto me desconcertaron, es extraño como huimos de lo que no entendemos del todo.

Ya en casa, volvíamos del teatro, me apuraba para cerrar el auto sin mojarme demasiado mientras mi mujer esperaba paciente en la puerta de casa encendiendo las luces, sonó mi celular. Me extrañó la hora pero atendí sin mirar quién era.

Lola se asustó y preguntó con la vista aunque despreocupada. Mientras le hacía señas con la mano para que se quedara tranquila, del otro lado de la línea empezó a sonar una canción. Era una melodía que no podía distinguir bien por el sonido metálico de mi aparato. Era dulce. Corta. Creía recordarla.

No le di importancia entonces. Despejé las dudas con un “equivocado”

A partir de esa noche, y a horarios convenientes, un llamado, un ring desde un teléfono desconocido, me regalaba una canción que tenía que ver con mi vida, con algún momento de mi infancia, de mi adolescencia o de mi semana pasada. Algo especial.

La sorpresa primero, algo de temor después, no me dejaban reaccionar.

Hasta que un día contesté. Marqué sobre el número que veía en la pantalla y respondí con “Pasajera en Trance”. Un amor así es como vivir en aeropuertos. Me pareció divertido.

Después cambiamos por olores, por comidas, por diálogos de películas, hasta que me propuso miradas, y nada volvió a ser como antes.

No puedo contarte Lola, desde dónde te escribo esto. Espero me entiendas. Espero no te enojes.

No puedo más.

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