Lucía en la Iglesia




Hacía frío pero no era por eso.
Las vueltas en la cama tenían otra explicación.
Levantarme al baño, mirar los mensajes en el teléfono, tomar algo fresco, ver a la perra dormir su sueño inquieto, nada parecía devolverme el sueño que se me había escabullido.
Joder a todos en la casa (tengo una presencia ruidosa) me hacía poner un gran esfuerzo en medir mis pasos, mis respiraciones, que a esa hora de la noche, parecían amplificarse para desconsuelo de todos en la casa.
La mente ahí siempre me juega mal. Me hace acordar el comienzo de una película, un acorde, el vencimiento de la tarjeta, el momento exacto en el que hice los últimos tres pagos con esa tarjeta, es decir, recuerdo hasta físicamente cuando busqué la tarjeta para darle al vendedor, lo que me dijo, su sonrisa, la segura discusión por algo de la venta.
Me afeité.
Llené de vapor el baño y me afeité despacio, tratando de arrancarme de raíz esa barba de dos días.
Eran las 430 de la mañana y todavía tenía dos horas y media por delante, antes de levantarme oficialmente y empezar con las rutinas apretadas.
Nunca me pasa, pensé.
Qué será?
Y otra vez el bosquejo de una carta que tenía que escribir (siempre me prometo que tengo que tener una libreta y lapicera a mano para estos arrebatos, que suelen ser muy iluminados y gozosos) y un recorrido entero en auto, eligiendo cuidadosa y anticipadamente caminos, incluyendo el cálculo de horarios para llegar a tiempo.
Una máquina infernal.
Agotador.
Y cuando estaba ya vencido, en la última vuelta fastidiosa, que incluía revoleo de almohada y búsqueda desesperada de salida al exterior por parte de mi desnudo pié derecho, cuando el reloj estaría por las 530, vino esa canción.
“…haré un esfuerzo, para no, dormirme antes que vos…”
Una voz dulce, una canción de chicos, una guitarra suave.
Era eso.
Un sobresalto, un desperezo del corazón que empezó a galopar, a secarse la boca.
De dónde venía esa canción?
Por qué me despertó en medio de la noche?
Ahora no tenía dudas que todos los males venían de ese nido. De esa fuente de desconcierto.
No era ni una canción de fogón que me recordaba una noche con otro amor que no pudo ser, ni la melodía que sonaba en mi auto aquella noche de resaca, ni el sonido del bando del comunicado número uno con el que me desperté esa fría mañana de cuarto grado.
Era una canción de chicos.
Y ni siquiera podía identificar cuándo ni en qué circunstancias la había escuchado.
Me venció el sueño.
Me despertó sobresaltado el despertador, puntualmente a las 700 (en realidad 645, pero eso es inconfesable)
Y el día fue apilando facturas de pequeños montos que el sueño me fue pasando sin paradas.
“…haré un esfuerzo, para no, dormirme antes que vos…”
Lo conté, claro que lo conté en casa, con amigos, pero cambiaron de tema, nadie prestó atención ni al relato y mucho menos a la canción. Que podría haber escuchado en cualquier circunstancia y carecía, para todos, de total significado.
Son como relámpagos, como destellos de luz fuerte, que vienen, iluminan todo y nos dejan abatidos. Esos flashes de la mente vienen para jodernos la vida, para torturarnos en esos momentos en los que, solos con nosotros mismos, no tenemos más remedio que escucharnos.
Lo dejé como vino.
Me liberó una mañana.
Se desató y partió de mi como había llegado, sigilosamente, mierdamente.
Se fue saliendo de mi como un dolor.
Recompuse mi sueño, mi rutina.
Definitivamente no tuve que recurrir a ninguna pastilla.
Me alcanzaba con ir al baño antes de dormir, con la tranquilidad de saber que hasta el otro día, no sería necesaria la lucha de levantar la tapa del inodoro a oscuras y sin hacer ruido. Un alivio más.
Dos o tres Domingos después nos juntamos a almorzar y a ver fotos y una peliculita del bautismo de mi sobrino.
Comimos pastas, tomamos vino, no había fútbol esa tarde, y la tentación de no ver las fotos y el videoclip era grande.
Aunque sabía que todos, absolutamente todos iban a condenar mi modorra, me deslicé como Napoleón Solo por entre la familia para acostarme en la habitación más alejada de la casa.
Entre penumbras, con culpa pero a punto de entregarme, traté de respirar más despacio, para que ni eso se notara desde abajo.
Conciliar el sueño después de haber tomado una botella de vino es cosa fácil, solo ha que dejarse llevar, no oponer resistencia, el cuerpo, la mente, el corazón se encargan de todo.
“…haré un esfuerzo, para no, dormirme antes que vos…”
Llegaba de abajo, débil, entre ruidos de fondo, risas, silencios exagerados.
Otra vez.
Y otra.
Bajé los escalones descalzo. De a cuatro. Golpeando con las manos las paredes.
Llegué agitado. La canción venía del video del bautismo de mi sobrino.
Era esa voz, es canción, esa guitarra.
Había estado buscando esa melodía que por alguna razón me había hecho miserable durante noches y noches, y ahora me defraudaba haberla encontrado.
Era eso? Nada más que eso?
Me tiré sobre la computadora ante la mirada de todos. Creo que por temor a que estuviera dormido o poseído, o borracho, no atinaron a pararme.
Fui y vine de la escena una y otra vez.
Una y otra vez.
Una y otra vez.
Y ahí estaba Lucía.
Petisa, pecosa, todavía dulce, apenas arrugada.
La misma melena roja, larga, descuidada.
El mismo talle frágil.
Sus eternos jeans muy gastados y chatitas (antes alpargatas)
La misma blusa liviana (a pesar del frío) de una indisimulable transparencia. Las mismas flores estampadas, los aros diminutos, dos o tres collares, dos o tres pulseras.
Lucía.
La misma Lucía voz femenina de “Lalo y Lu”.
Me escapaba para verlos.
En la cancha de Lanas en el 81, en Luar Bar, en Trote.
Cada vez era una fiesta.
Poder escaparnos para verlos (para verla) nos abría despacito las puertas de un mundo que estaba prohibido. Que habían prohibido.
Esas primeras canciones que aprendimos, algunos a tocar en la guitarra, yo a cantar. Que nos acercaban como ninguna otra cosa entre nosotros. Esas complicidades, esos primeros gritos ahogados.
No habíamos sufrido tanto, pero ese silencio que no se alteraba nunca no era el mejor lugar para nuestra adolescencia.
Y la vuelta en el 81 de lalo y Lu de su exilio en España. Y a llenar teatros y a verlos a escapadas.
Y las primeras ginebras, el DNI roto y los primeros besos de arrebato.
Traté de explicarles qué era lo que me había pasado. Pero cómo hacía?
Llegué a casa y me fui a buscar en la caja de los programas de cine, recitales, música, que guardo desde esos días.
Era ella, no había dudas.
Después de esa gloriosa vuelta, del disco en vivo, de un par de novios y declaraciones, volvió a irse.
Preparaba su regreso triunfal cuando Lalo tuvo el accidente.
Lalo se había quedado acá.
Y cazando con sus amigos en Lobería, en un episodio cuyo relato policial todavía hoy no nos deja tranquilos, murió de un escopetazo.
Lucía volvió a despedirlo.
Todos lloramos ese día.
Era demasiado, hacía menos de dos años de Lennon y ahora esto.
Se quedó acá.
Grabó un cassette que todavía tengo.
Acompañó la vuelta de Piero, de Marilina, de Pedro y Pablo, haciendo coros en cuanta canción necesitara de su dulzura.
Se fue apagando.
Se fue refugiando en el alcohol, que nunca había dejado, y en amores raros.
Se fue.
“…haré un esfuerzo, para no, dormirme antes que vos…”
Es ella.
Canta en las ceremonias de la iglesia del barrio de mi sobrino.
La compaña una amiga de su edad. Parecidas. Melodiosas.
Sonríen cuando cantan.
Acurrucan a los chicos que lloran de miedo al ver al cura que se acerca con el óleo para untarles el pecho desnudo.
Ellas los calman.
Es Lucía, pienso.
Y a quién le cuento?
La dejo ahí con su función semanal.
Un reparo seguro para tanto torbellino.
Qué derecho tengo a sacarla de ese refugio?
Voy a ir a misa el Domingo.




Adrogué, 31/05/09

Comentarios

Luis ha dicho que…
Me gusta, triste, melancólico y final.
Me parece bárbaro que expreses los sentimientos de esa manera.
Espero seguir leyendo tus cosas.
Abrazos
Luis

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