De muertos y placares

Tres Daniel Ojo por ojo

Daniel, Ernesto y Luciano, del mismo lado de la mesa, estiraban los segundos, apenas si rozaban sus piernas por debajo, esquivando la mirada que los señalara como el próximo en contar.
Los silencios en estos casos entre amigos, funcionan siempre incómodos. Aunque la amistad entre los hombres no se hace de cosas dichas, sino de pequeños gestos, abrazos y puteadas en común, cuando un silencio se impone en una mesa, es por que algo pasa. Y molesta.
La tentación de levantarse y terminar de una vez con el proceso. La culpa por hacerlo. La duda de los tres por verse expuestos. Por sacar de adentro eso que ni la terapia, ni el matrimonio ni el alcohol pudo empujar en horas de confesarse. Esa página escondida que solo cada uno de ellos sabe guardada, inexpugnable, solo vista en imágenes borrosas que vienen cuando una película, un relato, el noticiero de las ocho en su sección policiales o sociedad las evoca sin la guardia suficientemente alta.
Luciano sabía que a la vista de sus amigos él era el único que podía zafar. Y esa sensación lo ponía nervioso. Solo él sabía que no era así, él y su confesor de joven, en sus días de Seminario. El padre Osiris, a quien no volvió a ver.
Ahora que era el centro de las miradas de sus cuatro amigos, ahora que sentía la demanda no dicha, expresada en manos levemente temblorosas y bocas secas. Ahora se disponía a hablarles como nunca lo había hecho. Se sacó los lentes, buscó la servilleta para limpiarlos, como para tener la mejor visión de la mesa, sin distorsiones molestas, para poder mirarlos a los ojos sin amagues, cuando estaba a punto de hablarles, Daniel se paró y dijo: “Sigo yo, no puedo creer que les voy a contar esto, pero tengo que hacerlo” y miró fijo a Hipólito, necesitado de contar algo que lo saque de ese lugar al que había llegado con su relato.
Categórico, obsesivo, de pocas y parcas palabras, Daniel era un amigo por error en esa mesa de desaforados. Rara avis en esa amalgama de abrazadores, melancólicos y jugadores. Si bien no era el único universitario de la mesa (Ernesto también lo era, aunque no se le notara) fue siempre el modelo de las otras familias.
Como venía de una casa próspera, hijo y ñieto de médicos, Daniel se había criado en esa dualidad y había aprendido a vivir con ella. La del colegio del estado y las vacaciones en Europa cada dos años. Esa rareza que no entendía bien de pibe, la de comer en casa de alguno de sus compañeros al mediodía, milanesas y jugo y los cubiertos y servilletas y bandejas de la noche, todos a la mesa y copas.
Llevaba esos mohines, esos delicados movimientos, como marca de nacimiento. Y sus silencios, miradas, y profundas inspiraciones, solían ser tan categóricos como una puteada bien dicha.
Todo el que lo conocía, sus amigos, sus pacientes, tenían la sensación que siempre había salido recién de la ducha para encontrarse con ellos. Siempre estaba pulcro, impecable, seco, con sus cuellos y puños recién planchados.
Esas manos blancas, aniñadas, que recordaban poco adictas a las bolitas y las figuritas, ahora eran como de cerámica, modelos para ser dibujadas.
Stardust, en versión de Wynton Marsalis, era lo que sonaba.
Cuando Hipólito al fin levantó la mirada, sabiéndose ya fuera del flujo de la historia, quiso cambiar a música, pero paró cuando escuchó tres acordes seguidos.

11 de Agosto de 1996
Habíamos ya comprado la casa de Palermo. Creo que no nos habían llegado los muebles todavía. Recién nos estábamos aclimatando otra vez en Buenos Aires, después de los años de trabajo en Estados Unidos. Era por ahí, creo. No lo tengo muy claro.
Me había costado mucho todo el proceso. Los chicos, la comodidad de esa vida que estábamos llevando, la posibilidad de investigar allá, con todo pago y tiempo libre. Todo lo que alguna vez hablamos.
Y en casa era todo un despelote. Caras de culo, llantitos a la noche, reproches. Encima vine para hacerme cargo de cosas en la clínica. Muchas horas afuera, y poco tiempo para nada. Ni para ustedes, que más de una vez me manqué en venir a comer o las cosas que organizábamos.
Cuando las cosas se empezaron a encaminar, al menos por la costumbre y el reencuentro con los afectos de todos, que hacía las cosas menos complicadas, viene lo de mi hermano Julio.
Se acuerdan? El afano en su casa? Si, ese, el día que festejaba los 40.
Ya saben lo que fue esa noche.
Esos tres hijos de puta que se metieron en la casa con todos adentro. Ahórrenme los detalles, si ya se lo acuerdan todo. Lo que hicieron, lo que dijeron, lo que se llevaron. Todo.
Eso complicó mucho la cosa. Casi me vuelvo a ir. Nunca se los dije, pero si no era por mi vieja que ya estaba en las últimas, me volvía a Estados Unidos, con lo que tenía encima me rajaba a la mierda.
Quería venir con toda mi alma. Ya había probado ser alguien en otro lugar que creía me iba a comprender mejor, que me iba a valorar. Ganar buena guita, tener ese reconocimiento que este puto país te niega. Ya había probado y me había desangrado en la prueba. Me recriminé por años que hice embarcar a todos en un viaje que tenía que haber sido solo para mí. Si lo único que quería era probar que podía. Que también pertenecía a ese grupo chiquito de los exitosos y que podía ser muy exitoso. Más que mi viejo.
Ya estaba. Lo hice y lo disfruté.
Y volver a Buenos Aires era para mí una fiesta. Una revancha. Pero para las chicas fue un calvario.
Yo pensaba y me convencía que era bueno que les pase lo mismo que a mí. Que estaba realmente bien que se codeen con esos gringos de buen pasar, de buenas familias y gustos caros. Y después ser capaces de extrañar a su abuela, y sus amigas de la infancia y la plaza del barrio.
Pero la vuelta rápida, la abuela enferma, sus amigas resentidas, el barrio deteriorado por el paso de los años sin pintura en los frentes de las casas y esa noche de mierda, fueron mucho de golpe.
La inseguridad no era tema para nosotros. Si, lo leíamos en el diario, nos contaban cosas, pero andá a imaginártelo. Allá son episodios sorprendentes, en un enorme país en el que un porcentaje tiene que ser loco o asesino, pero que ni por las tapas son una marca en tu vida, que te hace modificar las costumbres y las rutinas.
No estaba presente en nuestras vidas. Sencillamente no lo estaba.
Por eso esa noche fue una marca en nosotros. Ya lo hablamos, no podíamos salir de ahí. Como familiares de víctimas de un accidente de aviones, que quedan clavados para siempre en el día en que se enteraron que nunca más verían a su ser querido, nosotros estábamos clavados en esa noche. Y lo estuvimos por años.
El guacho que agarró a mi sobrina.
Ese hijo de puta no jodió más a nadie.
Ninguno de los cuatro entendía lo que pasaba y lo dejaban seguir sin moverse de sus sillas.
Sonaba ahora “La hija del Fletero” de los Redondos, y Daniel se agitó por primera vez en años. Como que el aire no le cabía en el pecho y buscaba más y más espacio para expandirse, haciendo que su camisa pareciera pequeña. Justo él.
Dos años después, cuando todo se había calmado, yo seguía con mi guardia en el Hospital. Ese vicio que tengo de pasar una noche cada diez días entre toda esa mugre. Ese lazo que me recuerda de dónde vengo. Mi manera de devolver lo que aprendí.
Ya no me metía con lo que llegaba. Me dedicaba a mirarlos actuar, a darles consejo, a desacomodar a los que se escabullían para echarse un polvo en algún rincón, a ser el jefe todopoderoso que camina haciendo sonar sus pasos para que todos lo distingan. Y hacía los papeles atrasados y me sentaba un largo rato a hablar con colegas viejos, que encontraban como yo un respiro en esos pasillos.
Pero ese Agosto frío como pocos, uno de los revuelos de gritos, canas y sirenas, trajo al quirófano a una cara que conocía de algún lado.
Lo alcancé a ver de costado cuando lo entraban en la camilla. Estaba lejos y el flash me aflojó las piernas. Tuve una sensación de adrenalina saliéndome del cuerpo y flashes de esa noche de hacía ya como tres años.
Las risas interrumpidas cuando entraron con sus armas. El desacople entre el silencio de todos, repentino, incómodo y la música que seguía sonando fuerte, ajena a lo que pasaba. Los primeros gritos de terror.
Y lo que vino, la furia, los abrazos, la mirada al piso.
Y el guacho que agarra a Natalia y la manosea, y Julio que no aguanta y se le tira encima y el tiro y el culatazo y los forcejeos y más tiros y más manoseo.
Yo estuve ahí. Apuntándome estuve ahí viendo lo que le hacía.
Era él.
Venía indefenso en la camilla. Incapaz de moverse. Duro por las drogas, magullado por el impacto del choque, con un corte en la cabeza que ni sentía, y los ojos sin parpadear.
Era él.
Me acerqué para estar seguro.
No lo miré a los ojos, ya lo había reconocido.
Los que lo entraban se asombraron al verme en la guardia, se ponían en guardia como para rendir examen. Hacían su mejor diagnóstico, que era lo que yo no quería que hagan. Quería que lo dejen ahí. Desangrándose lento.
Siempre era lo mismo. Con qué ganas ponemos lo que sabemos para salvarlos? A ellos, que vienen de sus juergas, de sus excesos, de sus orgías.
Lo atendemos con Belloso. Dije y todos quedaron quietos en sus lugares.
Preparen el quirófano y pásenme los estudios en media hora.
A Belloso no tuve que decirle nada. Mi amigo de toda la vida que todavía seguía en el mismo hospital en el que habíamos empezado. Lolo, le dije, opero yo. Solos vos y yo. Es asunto personal. Y no hubo necesidad de nada más.
Me lavé despacio. Justo llegaron 6 ambulancias con heridos de un choque de colectivos, con lo que me aseguraba que nadie se daría una vuelta por la mesa.
Mientras me preparaba para entrar a encontrarme otra vez con esa cara, con esa historia, pensaba en Natalia. En su llanto y nena asustada. En todo lo que perdió esa noche. En lo poco que la ayudamos todos estos años.
Lo tuve ahí. Dormido. Indefenso. Tan hijo de puta como me lo acordaba. Un cuerpo viejo con una cédula nueva. Las marcas de la droga, del alcohol, quemaduras, marcas, un mapa en la piel que se descubrí más blanca de lo que pensaba.
Lo miré largo rato, hasta que Belloso me interrumpió: “Daniel, no sé qué carajo vas a hacer con este mierda, pero si no metés mano ahora se nos va la anestesia y la cagamos...”
Fui a la mesa y con tres movimientos lo dejé sin manos.
Le amputé las manos y los antebrazos.
Lolo me paró. Me sacó de un golpe de la mesa. Ya está Daniel, ya está hecho. Dejáme que sigo.
Me senté en el pasillo y me aflojé como nunca en mi vida.
Un ladrón sin manos, sin brazos. Un ladrón tullido. Como la inocencia de Natalia. Como mi carrera afuera. Como la mirada perdida de mi hermano desde esa noche y la risa que todavía no le vuelve al rostro.
Solo se lo conté a él.
A las dos semanas, y nos abrazamos fuerte, y lloró en ese abrazo como si él fuera el menor.
Nunca más lo hablamos.
Dormí mal unas noches, pero ya no.
Belloso también lo olvidó. Me dijo unas semanas después que había terminado la operación, cuando me sacó del quirófano, con una ayudante. Una flaca que estaba en la puerta cuando yo salí. Laburó bien me dijo Lolo, era prolija y muy rápida.
Pero no la vimos más.

Comentarios

Daniel Argüello ha dicho que…
Impresionante Gustavo. No pude dejar de leerlo.
Los Peores Discos ha dicho que…
Te felicito y consagro. Una prosa envidiable, realmente.

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