De muertos y placares


Cuatro Ernesto Actuar para vivir



Había sido lo más duro de la noche. Sin dudas. No era solo el golpe de un relato inusual, Ernesto no podía sacar la vista de esas manos prolijas, bien cuidadas, que habían desmembrado a ese tipo con la misma frialdad con que a él mismo le palpó los ganglios más de una vez.
Sonaba una cansina versión de I wanna hold your hand, cantada por una negra, seguro.
Cuando Luciano, con la respiración todavía acelerada, intentó calmarlos, Ernesto interrumpió: “Cómo era…?” La mina esa, la enfermera, cómo era?
Lo miraron todos, qué tenía que ver eso con lo que acababan de escuchar? Qué importaba si estaba buena, si tenía buenas tetas, si era linda, preocupaciones constantes de Ernesto desde los 15 ó 16 años. “Pará boludo” cortó Juan.
En serio, no te das cuenta? Hay una flaca en todas las historias. Y yo tengo la mía. Dijo, y se preparó para contarla.
“no sigamos con esta mierda” dijo Hipólito nervioso, como esperando una historia de Ernesto que lo involucrara, como esperando algo peor de lo que se había dicho hasta ese momento.
Que habían pasado, una, dos horas? Y no podían parar. Eran como una hemorragia que había empezado en una picadura de mosquito. Una catarata de recuerdos pútridos, miasma puro, que se derramaba en la mesa de toda la vida. Una intimidad incómoda, a la que no estaban acostumbrados, y de la que sospechaban no iban a poder salir fácil.
Y si esa era la última vez que se juntaban? Cómo seguirían? Cómo pasar de esas confesiones al fútbol, a las minas, a las películas que todavía veían juntos como en un rito adolescente y sagrado, parando el reproductor ante una buena cogida o repitiendo una persecución de autos a toda velocidad.
Como cuando se toma conciencia de que se está en medio de una cagada sin retorno, como ser descubierto haciendo algo malo sabiendo que la justicia inicia en ese justo momento un proceso que va a terminar mal, ninguno escapaba de la tortura de imaginarse mañana en esa misma mesa.
Se podía seguir pretendiendo que nada de lo que escucharon había sido tan terrible como para cruzarse de calle al verse?
A quién habían herido, quién salía perjudicado de ese taller? La amistad?
La mistad no es eso acaso? Compartir todas las cosas, las alegrías, las tristezas, acompañarse en esos momentos en los que faltan las fuerzas y todo parce oscurecer como un fade out final? No es eso? De qué está hecha esa amistad de tantos años?
Luciano siguió pensativo y Ernesto, finalmente, se largó con lo suyo.
Si uno piensa que todos de adultos nos parecemos bastante a los niños que fuimos, Ernesto había nacido para ser lo que es, un político.
Encantador, adulón, de una sonrisa enmarañada y provocadora. Desprolijo con un cuidado que parecía siempre preparado a propósito. Había estudiado derecho y fue de esos casos de carreras relámpago. En la universidad pública, a veces aparecen esos casos. Con 23 años ya era doctor y ayudante de cátedras. Ocupaba puestos en los centros de estudiantes, en las oficinas administrativas de la maraña educativa, en el entramado de la educación a distancia, en los certificados, en los nombramientos, en esas cuestiones que mezclan la academia, ese lugar del que uno no quisiera irse nunca, en el que las cosas suceden en otra velocidad que en la vida real, y en el que s puede forjar un futuro.
Pero Ernesto estaba para más.
Todos lo sabían.
Desde primer grado, cuando con una sonrisa era capaz de desarmar a la más turra de las maestras, o en el secundario, cuando los profesores que estaban a punto de tomar una prueba lo buscaban desesperados en la clase y Ernesto había salido para cumplir con un recado del Rector.
Así era.
Y con las chicas no era distinto. Cuando todos se estaban enamorando de por vida, con esas relaciones tortuosas, hechas de cartas, canciones escuchadas juntos, miedos, franeleos intensos que terminaban irremediablemente en pantalones manchados y testículos rojos, el tipo ya era capaz de comprometerse solo por esa noche, nada más que un rato, y solo para prometer el amor que le permitiera el beso, la caricia, el roce de las pieles.
Eran otros tiempos, claro, y todo costaba mucho más.
Todos lo recordaban por ese extrañísimo sentido de justicia que tenía.
De chico trabajaba en una bicicletería grande, una de esas que llevan el nombre de su dueño como sello de calidad. Y se las arreglaba para irse todos los días con alguna pieza de la bici a su casa. Por minúscula que sea, un piñón, media cadena, una pastilla de freno, los cables. Todos los días se llevaba algo.
Y al cabo de unas semanas de paciencia, se llevaba lo más grande y armaba en su casa unas poderosas bicicletas con asiento banana y bocina psicodélica. Que vendía, claro, al mejor postor.
Pero no era eso lo raro en Ernesto. Lo raro, lo mágico, lo que perdura en la mente de todos, era que con la guita que sacaba de esas travesuras, como él las llamaba, llegaba el recreo y les compraba hamburguesas con queso a toda la división. Con gesto triunfal, desmedido para un tipo de 15 años, llegaba al mostrador y ya estaban preparadas, solo tenía que repartirlas. Las había pedido ni bien entró a la mañana.
Esa era su justicia.
La Bersuit sonaba ahora con “Sencillamente”
Ahora Ernesto era funcionario del Ministerio de Trabajo.
Tercera o cuarta línea debajo del ministro.

26 de Mayo de 1993
Después de los años de remarla en la Facultad yo sabía que en algún momento me iban a venir a buscar. Me lo decían todo el tiempo pero yo no daba bola. Hacía como que no me interesaba nada, como que ese laburo que tenía estaba bien y me alcanzaba.
Me moría de ganas de salir de ahí. Pero si lo demostraba me bajaba el precio.
Yo quería salir para algo grande.
Fue una buena escuela la facultad. Muy buena.
Y me agarraron años buenos, de mucha guita para programa, para equipamiento, para viajes. Muy buenos.
En esos años nos estábamos armando en casa. Despacio. Nadie nos apuraba.
La flaca dejó de estudiar y poco a poco se iba acoplando a lo que venía. No fue fácil esa época. Todo costaba mucho.
Está bien, no es lo mismo que laburar en otro lado, ya lo sé y lo hablamos acá mil veces. Pero el sacrificio había que hacerlo igual.
Dormir en los pasillos para cuidar las urnas en una elección del centro de estudiantes, volver tardísimo después de esperar a visita de un legislador provincial que nunca llegaba para darnos una charla de doctrina, ir a los actos, desperdiciar tiempo mientras los que están arriba siguen creciendo.
Sacrificios, pequeñas muestras de que se puede confiar en uno, aportes voluntarios a campañas de otros, actos, litros de café, silencios, kilómetros de rutas, bares de pueblos, de todo eso se arma el temple de un tipo que hace lo mío.
Hizo un silencio largo, se fue hasta el saco y agarró su porta habanos de cuero, regalo del presidente. Y repitió el rito que tantas veces habían presenciado en esa mesa. Sacar la vitola del Cohiba robusto, cortar en el lugar justo, chupar girando, mirarlo, encender el mechero a unos precisos centímetros de la punta, chupar y seguir girando hasta que se encienda una brasa pareja, perfecta, que no se va a convertir en ceniza hasta dentro de, por lo menos, 20 minutos, cuando todos empiecen a dejar de prestar atención a lo que dice, para calcular el momento exacto en el que la ceniza al fin caerá libre, manchándolo todo en su caída. Cosa que Ernesto, hábil, no dejará que suceda.
Mientras el rito se cumplía sonaba Take like I am de Bettye Lavette.
Estaba ya empezando a considerar rajarme, arrancar otra cosa. El año anterior me habían ofrecido ser Juez, la oferta más tentadora que te podés imaginar. Yo les conté y ustedes me dijeron que estaba loco si no aceptaba. Entre otras cosas es una jubilación de por vida no importa la edad que te retires, de lo mismo que cobrás en actividad. Un seguro de retiro.
Pero me dijeron que no lo agarre. Que aguante.
Pero ya habíamos tenido a los mellizos y necesitábamos más para mudarnos, para empezar a acomodarnos y ver el fruto de tantos años de colimba, que no llegaba.
Se estiraban los días y la flaca empezaba a presionar.
Habíamos tenido unos buenos primeros años, de viajes, de disfrutar las cosas, de acomodarnos a lo que entraba, pero que para los dos estaba más que bien. Pero ahora se ponía más complicado.
Unos días después de asumir me llama un Senador Nacional.
Un tipo del partido pero que yo no había visto nunca.
Pregunté qué era eso y me dijeron que vaya tranquilo, que había algo para mí. Que no era gran cosa, pero que se habían fijado en mí y que tenía que ir a oír, y que lo pensara el tiempo que necesitaba, pero que le iba a tener que contestar rápido porque había cola para ir al ese lugar que me iban a ofrecer.
Me fui temprano sin decir nada a nadie y a las 10 estaba en su despacho nuevo. Era mendocino.
Me hablaron bien de vos, me dijo ni bien nos estrechaos la mano. Y tengo algo para ofrecerte. No es gran cosa ahora, pero vas a estar bien. Recién llegamos y hasta que nos acomodemos necesitamos hacer pié en la provincia. Y la verdad es que no conocemos mucha gente.
Sacaba diplomas y cuadros de una caja grande mientras me hablaba.
Te contaron algo ya?
Yo estaba nervioso y no articulaba bien, pero saqué lo mejor y hablé largo, sin comerme nada.
A la media hora tenía ya un puesto en la Provincia.
Era en el ministerio de gobierno, para hacer política en el interior, asegurar los votos allá, en esos mismos teatros y bares que tanto había recorrido y odiado. Nada más que ahora, el que podía llegar tarde era yo. Al que todos iban a estar esperando con las cosas armadas era a mí.
Me gustó eso.
Me fui feliz a casa.
Nos fuimos con las flaca y los chicos a Cariló ese fin de semana, a repasar el camino, a felicitarnos mutuamente por el aguante, a planear cosas como hacía tiempo que no lo hacíamos.
No había arreglado nada todavía, tenía que presentarme en La Plata el Lunes para ver a un contacto que me iba a contar todo, el sueldo, la oficina, si tenía la posibilidad de llevar equipo, los objetivos, el camino que tenía que seguir y a quién tenía que reportar, si había presupuesto para movernos, y esas cosas.
Hasta ese día, los ingresos de esos puestos eran un misterio para mí.
Y cuando algún amigo llegaba, cuando se daba que alguno del palo tenía la chance de ir por esos nuevos desafíos, al mes el tema pasaba a ser obviado. El mismo amigo con el que habíamos compartido lo que producía la fotocopiadora del centro de estudiantes, cuando le preguntaba si estaba bien la guita de ese nuevo lugar en el que estaba te decía “si, tranquilo, son como (ponéle a guita de hoy) seis lucas con los viáticos y esas cosas. Está todo bien.
Pero vos sabías que por seis lucas no hacés ese laburo.
No vivís con seis lucas, loco.
La flaca me lo preguntó y no me creía cuando le dije que no sabía cuál era la guita, que me dijeron que no me preocupe pero que no sabía cuánto iba a cobrar.
Llegué a La Plata y por tres semanas estuve en medio de la adrenalina de estar en el lugar que siempre quise. Como que era para mí, mi lugar en el mundo. Tenía por delante todo un mandato, caminos para recorrer, gente para conocer. Lo que siempre quise.
Me habían puesto un chofer oficial, tenía un despacho, me estaban cuidando bien.
Cuando llegó fin de mes vino un gordo a mi oficina y me dijo: “Señor Ernesto, esto es lo suyo, acá está lo del sobre” y me dejó un sobre con un recibo adentro, donde estaban los descuentos, la categoría, la obra social, los viáticos y mil renglones más que no entendía pero que sumaban unas 7 lucas limpias.
Me dijo el Doctor que lo suyo van a ser unos 30 mil por mes, pero que la diferencia la tiene que ir a cobrar a Avellaneda a esta dirección y preguntar por el Contador.
Era así? Ese era el misterio? Estaba bien 30 lucas. Estaba perfecto. 30 mil pesos era más de lo que podía imaginarme que iba a cobrar. Yo pensaba en ustedes cuando hablábamos de guita. En vos Daniel, médico, con mil laburos, que vivió afuera y para juntar esa guita estuviste años.
Les juro que pensaba en todo eso mientras me imaginaba, camino a Avellaneda, como me la iban a dar.
Era más de lo que mi viejo ganaba en un año en el quiosco.
Era más.
Pensé en la flaca, en los mellizos.
Llegué a la oficina que me habían dicho. Me encontré con otras caras conocidas, de esas que no podés pegar a ningún nombre propio y que te requieren de un esfuerzo por recordar algo que no te haga quedar como un hijo de puta. Te llaman por tu nombre, parece que te conocen de toda la vida y vos les contestás con un “…qué hacés? Cómo estás tanto tiempo…?” sin tener la más puta idea de donde viene ese recuerdo.
Entro a la oficina y el contador me dice “hola Ernesto, me dijeron que venía por acá por lo suyo”
Mire, esto es por esta primera vez hasta que nos organicemos, después me dice cómo y donde la quiere, está bien?
Venir hasta acá es un garrón, además se la tengo que dar en efectivo y la calle está peligrosa.
Usted se organiza y me dice qué quiere que haga, está bien? Si quiere, porque me dijeron que le de una mano y lo voy a hacer con gusto, yo lo oriento un poco de cómo organizar sus cuentas a partir de ahora. Me dice, nos vemos en s casa (es bueno que su mujer sepa algunas cosas para no tener problemas después, si un día se divorcia es un quilombo) y lo oriento, si?
Venga por acá.
Se sentó en su escritorio, ordenadísimo, limpio, sin un papel a la vista que deje notar nada, ni un rastro de nada.
Sacó un sobre del cajón y me lo pasó arrastrándolo por la mesa.
Hay 22.500 pesos. Billetes grandes.
Y cuando estiré la mano para agarrarlos, me puso la mano arriba de la mía, lo sostuvo, me buscó la vista y me dijo:
“…es robado. Sabe, no? Que esta guita es robada, lo tiene claro…?”
Por que si no lo tiene claro es el momento de bajarse, de cambiar de planes. Si se pone a preguntar y eso, se complica todo. Créame. Se complica todo.
Si usted no tiene problema, Ernesto, nosotros tampoco.
Vaya, disfrútela. Me dicen que la tiene más que merecida.
El camino a casa, la hora que tardé en llegar, me ayudaron a acomodarme. A pensar en los chicos, en la flaca, en la casa que nos íbamos a comprar y en las cosas que teníamos por delante.
Un día, no hace mucho, en el colegio de los chicos afanaron en un aula. Se armó un despelote y todos los padres mandamos notas.
Que es un colegio de la puta madre, que pagamos un montón de guita por mes, que la disciplina, que los valores, que la mar en coche.
Hay muchos como yo en ese colegio.
Cómo les explicamos a los chicos que está mal quedarse con la lapicera del de al lado, por más linda que sea?
Lo miró a Luciano y le suplicó una respuesta.
La canción que Café Tacuba canta en Amores Perros empezó a sonar despacio, dejando que el aire se vuelva otra vez respirable


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