Beto y Graciana (cuento de navidad)

Era el 23 a la tarde y Buenos Aires estaba caliente.

Calentura que brotaba del asfalto, de las cubiertas de los colectivos aplastándose contra ese asfalto, de las tapitas de chapa que se aplastaban debajo de esas ruedas pesadas en ese asfalto caliente.

Tan caliente, que cuando uno miraba la calle parado en el medio, veía que a dos cuadras nomás la cosa ardía, se licuaba en un espejismo plateado y sinuoso de movimientos más o menos ondulantes.

Como si saliera fuego de abajo.

Y las compras siempre de último momento, y los turrones que se derriten de viejos nomás, y los reproches por cambiar de planes y cancelar a los familiares las reuniones que se hacen desde hace 50 años igual.

Y más reproches, y sol. Mucho sol en Buenos Aires.

Aureolas en las camisas celestes, profundas, y amarillas en las blancas. Y pañuelos que se impregnan de sudores nuevos.

Y bocinas, y taxis que cruzan una y otra vez la avenida. Con las ventanillas abiertas como si boquearan. Como si se tragaran el aire y lo devolvieran caliente, pegajoso.

Vidrieras abarrotadas, juguetes, luces para los arbolitos, panes dulces y castañas de esas que cuestan pelar.

A las 3 de la tarde de los 23, la ciudad se mueve frenética pero en un frenesí que hace chap chap, como un sobaco inundado.

Y Beto va con su moto. Va y va. Debe ir. No importa lo que pase, Beto debe ir.

Desde que consiguió este trabajo de llevar películas de un cine a otro Beto no sabe de feriados. Cine hay todos los días y todos los días Beto tiene que llevar las películas a horario.

Beto se pregunta quién va al cine el 23, y el día del padre y el día del trabajo.

Y no importan las respuestas.

La gente va al cine. Se mete en el cine y por un par de horas se olvida de todo.

Y ese 23, con ese calor y esos apuros, meterse en el cine es un oasis.

Y Beto va.
Beto no duraba en los trabajos como duró en este.

Ya hacía como 15 meses, había cobrado el aguinaldo y se había tomado vacaciones. Todo un logro para Beto.

A los 11 años supo que las cosas no le iban a ser fácil.

Lo que pasa es que a los 11 años nada es imposible, y uno no se toma en serio esas cosas. Simplemente no las reflexiona, no las procesa.

Pero ese Sábado perdió Los Andes y Beto, que no iba nunca a la cancha y eligió esa final para estrenar pasión, recibió los primeros reproches.

No habían pasado dos semanas y Gustavo Ballas, un boxeador que prometía gloria, pierde su corona en manos de un nadie. Y Beto se había anotado para ver la pelea acompañando a su papá a casa de unos amigos.

Amigos del padre cuyos hijos eran amigos de Beto.

Y el papá de Beto también frunció el ceño y recibió de pie y en silencio algunos tímidos reproches y una incipiente lista de coincidencias.

Lugares, fechas, acontecimientos en los cuales Beto, el niño Beto, se había visto envuelto sin saberlo, acusado de ser él, nada menos, el culpable de que esos cursos seguros, esas seguras victorias, se arruinaran.

Casualidades que se volvieron permanentes, puestas a prueba una y otra vez, que fueron creciendo con Beto.

No fue una adolescencia fácil. A la hora de las chicas, de los cigarrillos, de los primeros colectivos en el asiento de atrás a desabrochar con pericia algún corpiño, Beto se hundía en sus historias, que crecían con los pelos de sus piernas y bigote.

Así, suaves, tupidas, poco agresivas eran las historias, como el bigote de Beto. Pero se multiplicaban, cambiaban de barrio, se hacían protagonistas de cumpleaños, de brindis, de risas en el patio de los colegios de la zona, se agrandaban irremediablemente y se hacían mito.

Beto no lo llegaba a percibir, su padre, severo siempre con Beto, tampoco lo había sospechado esa tarde de Box cuando asintió entre risueño e incrédulo a las primeras suposiciones. Podía haberlo negado y todo hubiera quedado ahí, pensaba ahora arrepentido.

Caídas de aviones, divorcios, mal desempeño en las elecciones, una materia mal dada, una muerte inesperada, un gol errado, todo era atribuible, de alguna manera, a algún influjo de Beto. Que ni se enteraba.

Dejó de enojarse cuando veía de reojo, en la parada del colectivo rumbo al colegio, cuando con disimulo, los varones desinhibidos llevaban su mano a los genitales cuando lo veían, bajaban la cabeza y daban vuelta para volver sobre sus pasos. Preferían llegar tarde y perder el premio, tener media falta, mojarse, a compartir el colectivo con Beto.

Así esos años decisivos se fueron haciendo casi con extraños. Sin amigos, sin amigos de amigos que lo gambeteaban con elegancia y eficiencia.

Sin cumpleaños, que todos fingían no hacer para convocarse en secreto, sin bautismos ni festejos.

Hasta Beto mismo lo creyó una vez, cuando recibió su medalla de quinto año, cuando bajó del tablado que hacía de escenario y se desplomó entero, mandando al rector y los cinco profesores que entregaban las medallas al hospital.

Tenía que huir.

No había salida.

No había trabajo que le durase, ni novias, ni besos, ni tribunas, ni Scalectrix, ni revistas prestadas.

Hasta que encontró este trabajo que lo tenía todo el día en movimiento. Es extraño, era un trabajo de andar todo el día, de no parar, pero para Beto era como estar quieto. No tener que parar para no sufrir. Como un descanso.

El poco contacto con la gente lo fue curtiendo, haciendo más y más áspero, mientras agigantaba su leyenda que cobraba más y más víctimas cada día.

Era común que en Bar, en las reuniones, en la feria, en el colegio, sus vecinos hablaran de Tempestad, Elio Piedra, Meleno, Caño Castacha, Robert Mitchum y Toto (por Beto), como los paladines de la mufa.

Beto era un mufa maduro. Recibido. Comprobado.

Cada vez más lejos de sus cosas, de sus afectos, Beto llevaba y traía las latas con las películas que iban a ver los mismos que nunca se sentarían a su lado y sus hijos, que ya conocían sus virtudes y los alcances fulminantes de su mirada.

Se fue haciendo un lugar Beto, en el mundo de las películas. Además de llevarlas y traerlas escribía bien, y como se veía todo y le gustaba mucho el cine (actividad solitaria como pocas) empezó a escribir críticas que se publicaban, primero en el diario del barrio y ahora en un diario grande y en una revista.

Firmaba Bob Badlac, como una ironía fina. Como un golpe al vacío y a la vez a la cara de todos esos idiotas.

Esa insoportable tarde del 23 de Diciembre, mientras todo el mundo estaba caliente, con bolsas miles de bolsas rompiéndoles las manos, regalos de talles ajustados que seguro habría que cambiar y adornos frágiles para el árbol, Beto paró en un Bar de la avenida Rivadavia para tomar algo fresco.

Tenía tiempo entre funciones, todo muy calculado, como para una Seven Up con hielo y limón, una hojeada al diario que siempre estaba arriba de la mesa y salir de nuevo.

Le gustaba ese bar, como tantos otros, anónimos para él. En los que era uno más, un cliente como cualquier otro, y en el que nadie recurría a tocarse los huevos o las tetas al verlo entrar.

Graciana entró al bar desparramando las sillas. Entrada fuerte, pensó Beto, para alguien tan frágil.

Se sentó rápido, como para apagar el ruido que habían hecho las sillas al caer, se arregló el pelo y levantó el mentón como pidiendo que ya mismo la vengan a atender.

Beto se extrañó, frunció el ceño y miró para todos lados con una sonrisa. Graciana se había sentado en su mesa y ni se había dado cuenta.

Tosió, como para llamar la atención y vio como la cabeza de ella se movía rápido, buscando el sonido. “Perdón, no me di cuenta que había alguien...”

Era tan decidida, tan determinada en sus movimientos y en sus palabras que nunca titubeaban, que Beto no se había dado cuenta que Graciana era ciega hasta que ella no lo miró sin mirar, sonriéndole a la foto de las ballenas que estaba detrás de Beto.

“No, está todo bien, quedáte, yo ya termino. Pago y me voy. Pero no usás bastón ni nada...?”

“No, disculpáme a mi. Me acabo de pelear con un colectivero y venía nerviosa. Terminá tranquilo, yo pido algo fresco y sigo viaje. Seguí con lo que hacías, espero no distraerte”

“Paré también a tomar algo fresco. Qué te pido?”

“Seven Up con hielo y limón”

“Vivís por acá?”

“No, en realidad vivo en la provincia, en Tandil, vine para visitar a mis jefes y me vuelvo hoy mismo, no soporto esto. Vos? Qué hacías cuando te interrumpí?”

“Trabajo llevando y trayendo películas a los cines, pero ahora leía el diario”

“Qué diario leías? Si es La Nación, me leerías la crítica de cine? Me gustan las que escribe Bob Badlac. La forma que tiene de contarlas hace que los que no podemos disfrutarlas al menos, entendamos de qué van, como saborear el libro”

Graciana trabajaba en una editorial. Era correctora. Era la encargada del incipiente catálogo de audiolibros que estaban lanzando.

Estuvieron tres horas hablando.

Pasó el calor.

Beto no llegó a llevar la película a tiempo.

Igual era una de esas iraníes que nadie entiende.

A la hora le dijo que él era Badlac y ella le creyó enseguida.

Lo puso a prueba con algunas preguntas, claro, pero le creyó.

Y a las 7 de la tarde, ya con la ciudad un poco más calmada y las mismas ganas de no estar solos, se fueron de la mano, ayudándose.

Se tomaron el colectivo y al subir el chofer les dijo que pasen sin pagar, que se había roto la máquina.

Se bajaron y Beto llamó al cine para disculparse, pero lo atajaron diciéndole “Beto, menos mal que no viniste, esto es un quilombo, cuando estaba por hacer ingresar a la gente, se prendió fuego todo. Te salvaste”

La cara de Beto brilló con una sonrisa como no había tenido desde primer grado.

Sentía algo adentro que le hacía explotar el corazón.

Colgó, y el teléfono le devolvió las monedas.


Diciembre 2009

Comentarios

ReyLennon ha dicho que…
Excelente cuento, me alegró la tarde. Abrazo grande
Unknown ha dicho que…
Excelente... me encantó !!
camiloauyero ha dicho que…
lindisimo cuento, en el barrio, beto era cepeda
Willy Turano ha dicho que…
Muy lindo Gusty, que lindo final. Te mando un Abrazo. Willy
Jean ha dicho que…
Gustavo... me atrapaste con este cuento... nuevamente!! Y para Javier... en el colegio, Beto también era cepeda! (esperá que me toco la izquierda! jajaja)

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