El observador urbano


El observador
Son las 0745 pero ya hace calor. Y hay un sol que rompe las baldosas. La mamá camina unos pasos adelante, quiere llegar rápido al jardín. El hijo viene atrás, todavía no coordina bien sus movimientos, tiene 5 ó 6 y está dormido, como casi todo el año. Pero es el último día de clases, aunque es miércoles, y hoy ni va con el uniforme. La mamá se fastidia, lleva su cartera, su bolsa adicional, una campera de su hijo y una enorme torta para el último día de clase. Hace equilibrio. Después se va a trabajar. El aprende que no siempre la semana laboral terminará los viernes y que no importa ir todos los días con el uniforme. Y no se lo olvidará más. Y probablemente se sorprenderá cuando alguien, quizá, se lo recrimine.
 
Cree que su parecido con Messi le traerá alguna sorpresa en la vida. Se viste igual, se peina igual, ensaya su sonrisa. Cruza rápido la avenida con el paquete de facturas. Trabaja en la gomería y todos le dicen Lío.
 
Sigue el calor. En la esquina están abanicando el fuego de una parrilla improvisada. Había una estación de servicio ahí. Ahora solo carteles con publicidad de teléfonos. Se calza el guante a pesar del calor. Para dar vueltas con destreza esas tortillas que compran calentitas desde la ventanilla de los autos. Lo ayuda su mujer. Que va y viene rápido con los pedidos y el vuelto. El se sonríe. Tiene destreza.

El perro marroncito de raza indefinida, medio marrón, medio té con leche, se dobla todo, se encorva, se hace felino para que le salga la caca. No puede, no hay caso. Hace un esfuerzo para mirar a su alrededor. Le han contado eso que hace la gente con sus dedos en gancho para que no le salga. Pero no entiende qué es un gancho.

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