Cuento de Navidad

Se acercan las fiestas y se repiten las rutinas, las familiares, mirar "Qué bello es vivir" con devoción ritual uno o dos días antes del 24 y a veces, cuando aparece, escribir un cuento de navidad. Este es el del año 2006, claro.


No hay nieve, en Buenos Aires no hay nieve en navidad, y ese fue el problema, no el amor.
Así Nicanor dio por terminada la discusión. Dura, triste discusión que se extinguía ese 24 de Diciembre en el bar. Rómulo y Remo, de Parque Chas, y que tuvo como protagonistas acalorados, sudados, a los 5 amigos más cercanos de quien en vida fuera José Evaristo Trebotic. Pepe para ellos, sus amigos, el ruso para el resto del mundo, quienes además desconocían que Trebotic es apellido croata, del lado de allá de los Urales.

Hay nieve en Qué bellos es vivir, de Capra, hay nieve en El Ciudadano, de Wells, hay nieve en toda película de navidades que precie de tal. Hay nieve que invita al fuego, a la ciertos platos y confituras calóricas, hay nieve que invita a abrigarse para luego desabrigarse al calor y a la luz de un hogar. Tal vez amarse con esa luz.

Siempre hay nieve cuando hay navidad.

Estaban haciendo tiempo en Rómulo y Remo, cumplían ese rito de encontrarse los 6 con la excusa en casa de comprar las últimas cositas, los fuegos artificiales o globos aerostáticos de último momento y descansar en la mesa de siempre tomando el último fernet antes de la comilona.

Todos los años igual.

Y los temas eran los de siempre, salvo por ese año que todo voló por los aires y solo fueron cuatro, porque dos no se animaron a salir de sus casa por miedo a los saqueos.

Fernet, calor (aunque la mesa estaba estratégicamente ubicada en el ángulo en el que el ventilador tiraba su mejor aire) y cuentos de última hora. Siempre a eso de las 5 de la tarde.

Pero ese 24 el tema era otro. Hacían tiempo y buscaban en sus cabezas y sus libretas de teléfonos algún contacto en la justicia o en la federal que les permitiera pasar por el trámite de reconocer el cuerpo de Pepe en la morgue judicial, mientras reconstruían sus últimos momentos con él, los de cada uno por turno, buscando pistas de esa decisión, de eso que no sabían qué era y que le llevó a decidir quitarse la vida.

Andaba por los bordes Pepe, por los costados de la vida. Pasado de colegio privado, viajes, lecturas, discos raros y novias más raras.

Para ellos, para sus amigos de siempre, Pepe siempre había sido un tipo así. Lo creían culto, mundano, y a pesar de que no jugaba al fútbol ni le gustaba la pesca, siempre se las arregló para estar con ellos. Eran sus amigos de la infancia, de esa época en la que en Parque Chas florecían las casas de clase media, con frentes cuidados, flores en los canteros y Chevrolets en las puertas.

Se puede decir que todos arrancaron igual, que Pepe se cortó quizá por el colegio, quizá por ese viaje que sus padres hicieron en los 60 y que lo alejó como tres años del barrio. Lo que fuera, algo lo hizo despegar de allí. Y con ese despegue llegaron esas lecturas, esas películas y esos amores.

Pero Pepe nunca se desentendió de ninguno de nosotros, dijo Javier. Aunque tuviera que preguntarnos una y otra vez quién era ese jugador que sonreía desde el afiche, pelota dominada debajo de la suela, desde la puerta del cuarto. Nunca nos dejó.

Y como se quedó solo muy joven, cuando murió su papá la madre, Ivonne, profesora de piano en casa, se fue a vivir a Pocitos, con el socio del padre, un señor más grande al que Pepe siempre le dijo tío.

Yo sigo insistiendo que andaba en algo raro, el Sordo no se creía nada de lo que se decía en la mesa. Para el las cosas eran de una manera o de otra, no había lugar para interpretaciones. Era uno de esos ejemplares de pensamiento unívoco, o tenés novia o sos puto. Qué hay que darle vueltas.

Angelito, el mozo de toda la vida ahora sin dientes, preguntó si estaban de ánimo para que les abriera un Duc de Saint Remí rosado helado. Dudaron un poco y decidieron tomarlo a la salud de Pepe.

Iban y venían sin rumbo, como toda esa gente que veían pasar por la ventana del bar. Apurados, discutiendo menús y cambios de último momento. Gente que se agrega a la mesa, no encargamos el pan, otra vez le compraste hojotas a mi papá, tiene las del año pasado sin estrenar, y el calor, y las camisas con aureolas y pies cansados.

Se enfrascaron en la reconstrucción de los últimos minutos, de los pendientes que se dejaron mutuamente, y se decían uno al otro que hay que vivir la vida con pasión, no dejar nada para después.

Jeremías era el último que había estado con el. Le fue a cobrar el seguro del auto. Estaba como siempre, fui al trabajo a verlo ayer a la mañana y me atendió como siempre. Tomamos una coca mientras me hacía los cheques y hablamos del calor, de mis hijos y de las vacaciones.

Me preguntó también por hoy a la noche y me dijo que se iba a dar una vuelta, que la pasaba con su novia en un restaurante de un hotel y que se venía para el barrio a eso de la una y media, que traía castañas. Nada raro. Por eso no entiendo lo que decís de la nieve Nicanor.

Sonó el celular de Fino y se levantó para atender tapándose el oído derecho y haciendo señas para que paren de hablar o bajen la voz. Cuando dijo si comisario, todos pararon y se hicieron señas. Siguió el Fino, claro claro, mil gracias, le debo una. Cuando vuelva le llevo eso a la oficina (el Fino distribuía quesos y la oficina era la taquería 22) y gracias otra vez, a las 6 estamos ahí. Tenemos que llevar algún papel? Perfecto, gracias otra vez Benítez.

Se miraron en silencio, la verdad es que ninguno de ellos quería ser parte de esa novela. Ninguno se había imaginado que su amistad los iba a llevar tan lejos. Ser entre los 5 uno solo. Ser entre los 5 el único ser capaz de identificar a una persona que esa mañana había sido encontrada muerta en la calle. No había hijos, no había madres ni padres, ni hermanos de ellos, ni sobrinos ni tíos, y las pocas novias, ocasionales polvos, amores juveniles, ninguno estaba dispuesto a pasar una navidad como esa. Eran solo ellos.

Ese silencio duró un largo rato. Diez minutos? Qué largo que es un silencio de diez minutos.

A Jeremías se le llenaron los ojos de lágrimas, solo atinó a levantar la copa. Los hombres no lloran. Menos los de Parque Chas.

Cómo se llamaba la mina esa? La que trajo a tu cumpleaños Miga? Qué se yo, dijo el miga, Carla? Mónica? Si, si, Mónica se llamaba. Pero no creo que tenga nada que ver con esto. A ver, si fue un tema de cuernos Pepe no era lo que se dice un tipo fiel, tampoco pedía nada de eso. Y qué más iba a ser? Guita no había, no como para limpiarlo de esta manera. Andaba bien, siempre anduvo bien, pero que yo sepa no tenía seguro de vida ni nada de eso. O tenía Jeremías?

Si que tenía. Como un palo verde.

Me estás jodiendo?! Se quedaron todos mudos.

Un palo, en serio?

No lo creían.

Y a nombre de quién?

Sabés que no tengo idea.

No te hagas el boludo Jeremías, cómo no vas a saber. Además la poli te va a preguntar, puede ser el motivo.

Se acabó el Fernet y eran las cinco y cuarto. Vamos en la chata dijo el Fino, salgamos que no vamos a llegar, la calle es un quilombo.

El viaje fue largo, la chata sin aire acondicionado y los bocinazos de los rezagados de siempre, los que salen a buscar ese regalo que falta en medio de corridas, de mayonesas que se hacen sólidas y se ponen ocre arriba de las papas, de ensaladas de fruta marrones de rodajas de banana.

Bajaron por Corrientes. Esa babel naciones unidas que ardía más los 24 de Diciembre.

La morgue es en Viamonte, enfrente al Colón, al que una vez los invitó Pepe a ver Nabucco, se acordaron. Los seis a su palco. Descorcharon vino en el entreacto. Se cagaron de risa de las caras de los palcos vecinos cuando abrieron la cuarta botella y no podían aguantar la risa que les causaba la cara del tenor ruso, que tanto se parecía a la mamá de Nicanor.

Son familiares? Preguntó un cana desganado, un poco panzón, con un uniforme que reflejaba bien ese desencanto de estar trabajando justo ese día. Brilloso como el arbolito diminuto que tenían arriba del escritorio. Ah! Está bien, son los que manda Benítez. Msé, ya me contó todo el rollo. Miren que yo se los dejo ver, me firman los papeles pero no se los puedo entregar eh!, esto termina la semana que viene cuando el juez lo autoriza, ni en pedo se lo llevan hoy. Además, adónde van a ir? Hoy no hay entierros, nada de eso, está todo el mundo de joda. Bueno, casi todos. Yo vengo porque soy solo, la verdad es que mucho no me cambia la vida, y me hago unos pesitos. Vengan por acá.

Los bocinazos de 9 de Julio se apagaban a medida que caminaban por el pasillo azul. Largo pasillo, lleno de puertas cerradas que parecen no dar a ningún lado.

No había nadie, en la hora que estuvieron allí no se cruzaron con nadie. Ni un agente de policía, ni un pariente sollozante, ni un oficial de justicia. Eran los 5, el sargento gordo, y Pepe, adonde estuviera.

Esperen acá.

Se perdió al abrir una puerta pesada, como de heladera de carnicería.

Al rato salió. Van a entrar todos?

Se miraron y asintieron todos a la vez, como confirmando que no querían pasar por eso solos.

Y mientras caminaban hacia el final de la sala, enorme, fría, muy azul, en búsqueda de esa otra puerta ya medio abierta, como una bandeja de confitería, que tenía a su amigo acostado adentro salvándolo de la descomposición, se emocionaron, cada uno a su manera.

Nicanor se acordó de las tardes de figuritas, el Fino de las primeras tetas que tocaron juntos, viendo una de Ugo Tognazzi en el continuado, Jeremías de las veces que se ayudaron a rendir historia, y geografía y biología, el Sordo de los discos de Marsalis que descubrieron juntos, y el Miga, y todos juntos de las vacaciones en Brasil, a debutar, cuando Ipanema no fue más una canción y nadie imaginaba que, en unos pocos años más, todos tendrían que hacer el amor con preservativos.

Se pararon en semicírculo, el gordo se paró enfrente a la manija y dijo un teatral están listos?

Asintió el Miga y se abrió la caja.

Pepe, el bueno de Pepe, el lírico, el soñador, el ojos glaucos, estaba ahí. Desnudo, frío, duro, sin un vestigio de su calidez, de su plácida mirada. Era un muñeco.

Y la mueca.

No era una cara, era una mueca. No tenía marcas, pero esa mueca, esa cara de espanto, ojos abiertos como si hubiera visto algo feo, algo horrible. Ojos abiertos, la boca con gesto de dolor, de grito desesperado. Como un asombro.

Se quedaron mudos, espantados.

Y? Es, o no es? El gordo los trajo al 24 de Diciembre a las 6 y media de la tarde. Es el amigo de ustedes? Esto es todo muy raro, pero si es firmamos los papeles y se van que no llegan a casa con la familia. Eran muy amigos? El gordo no paraba. No había hablado con nadie en horas o era sí de chusmo nomás. Cuando lo trajeron me imaginé algo raro. Algo feo. La verdad es que veo fiambres, eh! Pero esa cara, qué quieren que les diga? No veo gente que llegue con esa cara. Algo vio este pobre Cristo, pensé. Aparte lo raro es que llegó así. Con esa expresión. Yo le pregunté al camillero que lo trajo, y no me dio mucha pista, viste que esa gente está preparada para todo, ellos llegan, no preguntan y hacen su trabajo, si se involucran con la gente no podrían laburar. Bueno, al flaco de la camilla también le pareció raro, pero no le dimos bola.

Pepe quería una navidad con nieve. Blanca, blanquísima como esa que vivieron en los 70, cuando Ivonne, Papá y Josesito fueron a Nueva York, y nevó tanto, tanto, que el portero del edificio les suplicó que abran las canillas del baño y la cocina cada cuatro horas, para que no se le congelen las tuberías.

Y nevaba, y llegaba la navidad y nevaba como nunca había visto ni imaginado.

Y caminaron con sus gorros por Madison Avenue, por Lexington y por una Sexta llena de banderas. Y rieron con ganas y siguieron a Ivonne que hablaba el mejor inglés de la familia, por bares de Greenwich Village y por tiendas de la Quinta avenida.

Y la nieve, Pepe abría los ojos y se tragaba toda esa nieve para su recuerdo, para su memoria joven, para su corazón. Sus padres felices, enamorados, Ivonne hermosa, y el maravillado con esa nieve pesada, ya casi peligrosa, que lo llevaba al cerrar los ojos a sus películas preferidas, en las que la nieve, una canción dulce y bellamente cantada, un gesto solidario y otro de hidalguía, hacían todo perfecto.

Y la nieve era más blanca que en esos recuerdos, casi siempre de matices de grises. No era blanco y negro como en la de Capra. Era en color luminoso, que rompía los ojos. Pero estaba bien.

Nunca más tuvo esa sensación otra vez. Tampoco a Ivonne y a papá felices y de la mano. Las cosas cambiaron apenas dos años después, cuando se llevaron a Trebotic una noche y ya nunca volvió. Y dejaron a Ivonne sola, con Pepito, y tantos recuerdos.

Ivonne partió un tiempo después, y quedó solo.

Y se hizo pacientemente su vida. Como un labriego, día a día, con la perseverancia de Trebotic y la galanura de Ivonne, estudió, dejó, cambió, se recibió, viajó. Mucho viajó. Se enamoró. Se volvió a enamorar. Se cuidó meticulosamente de no dejar raíces, de andar ligero de mochilas, y apagar recuerdos.

A pesar de sus quilos fue grácil, delicado, como una mariposa que no termina de posarse en ningún lado.

Al único rincón al que siempre volvió es a Parque Chas. A sus amigos. A sus cinco desconocidos que tan poco tenían que ver con su vida, y a través de los cuales espiaba cómo hubiera sido la suya propia si se hubiera quedado.

Un corretaje, esposa, hijos, cuñados y cuñadas y sobrinos y un VW Gol para andar por Buenos Aires.

Esa mañana se levantó como siempre, temprano. Puso Piazzolla y desayunó en silencio. Levantó los restos de la noche, se vistió despacio, fresco y salió a la calle.

En la oficina todo fue natural, los brindis, los saludos, algunas firmas, su sonrisa mecánica, como si estuviera en otro lado. En la nieve.

Nadie lo sabía pero todos los años se escapaba secretamente a buscar su nieve.

En Buenos Aires, cuando la ciudad arde, transpira, se excita, vibra por las fiestas, Pepe caminaba cuadras y cuadras hasta llegar a Plaza de Mayo.

Y se ponía nervioso llegando, no quería atrasarse ni un minuto, quería estar en el momento justo. Ni antes ni después. Lo había perfeccionado con los años. Sabía el lugar, la hora justa, podía anticiparse a todo lo que iba a pasar.

El cuarto año que lo hizo descubrió que no estaba solo, reconoció a una mujer flaca, de cara lánguida y andar largo, que repetía ese rito. Amante de la navidad blanca, como el.

Qué otra razón había.

Se paró en la esquina, puso su iPod fuerte con Schubert y miró al cielo esperando el milagro.

Cerró los ojos, esperó espiando con uno solo diez, quince minutos.

Abrió los brazos y bajó la cabeza y empezó a caer.

Sonrió, se convirtió en risa fuerte, Schubert a todo volumen, brazos abiertos y por fin la nieve!!

Mucha nieve!!

Tanta, que al abrir los ojos ya no veía el cielo. Celeste como una mañana en el campo. Celestísimo.

Nieve y más nieve para jugar, para levantar del piso y tirar a la gente, para ilusionarse con ese amor que venía de esas películas, con esas pasiones, con esos recuerdos.

Para volver a sentir a Ivonne del brazo por la avenida llena de negocios y a Papá, con su mano cálida y su risa de costado. Las poca pero sabias palabras de papá.

Mientras gozaba esos minutos sublimes, en los que con ocasionales compañeros de ruta, bailaba la danza de sus recuerdos, los papelitos de las oficinas públicas dejaban blanca la Avenida de Mayo.

Resmas de papel, hojitas de agenda de escritorio, papel picado con paciencia, toneladas de papelitos volaban y enojaban a los funcionarios que al otro día tendrían que limpiar todo para que los vecinos no se quejaran.

Y Pepe reía, y bailaba y gozaba con cada uno de esos papelitos que lo hacían vivir en esa navidad que tanto quería.

Nueva York, Viena, Moscú, todas se parecían a Buenos Aires por unos minutos en navidad.

Cuando paró la danza, cuando agitado y todavía riendo se sentó en el cordón de la vereda a descansa y tomar aire, Pepe se sacó los auriculares y puso las dos manos a los costados, como para sostenerse y respirar satisfecho.

Movía la cabeza y miraba para abajo. Un colchón de nieve, pensó. Un colchón.

Buscó a la flaca pero ya se había ido. Los tres, cuatro minutos de felicidad se derretían al calor de el despiadado sol de Buenos Aires. Presagio de turrones y confituras y ravioles en navidad.

Mirando así, para abajo, descubriendo en cada uno de esos papeles contratos, aventuras, mensajes de amor, números que cierran y de los otros, caminaba tan despacio que fastidiaba a los apurados. Hasta que una hojita de calendario lo dejó helado.

Creyó leer su nombre junto con otras letras que no alcanzaba a descifrar en un calendario. Era su nombre, y se esforzó por agarrarlo del piso. Se agachó y se cayó cuando lo empujaron. Y patearon el papel y se levantó un viento y se alejó más de su mano.

Se desesperó hasta que lo agarró por fin, unos metros más allá.

Sin leerlo, como presagiando algo que no alcanzaba a entender, lo guardó en el bolsillo y corrió hasta el Tortoni. Corrió mucho, como escapando.

Entró rápido, estaba lleno de turistas sacando fotos y con bolsas de compras, preparándose para la navidad en Buenos Aires, seguro que en algún local de tangos.

Pidió gin tonic, se calmó y sacó el papel del bolsillo.

Trebotic, José E. Lo hace Barrios el 27. Avisar. 4345-9865

Nada más.

Ni señales, ni cuentas bancarias, ni logos, ni nada más.

Se tomó de un sorbo largo el vaso. Dejó uno de veinte en la mesa y salió a desandar sus pasos.

Trató de reconstruir esos últimos minutos antes de la nevada, como para adivinar de qué ventana, de qué edificio había llegado ese copo. Qué oficina? La SIDE? Si no andaba en nada raro. Será por lo de Patricia? Una pecosa con la que anduvo como cuatro meses y era poli, y le había roto el corazón. Era para tanto?

Se desesperó mirando para arriba. Caminó una y otra vez sus pasos. Ya no quedaba gente en la administración pública. Las ventanas se habían cerrado y ya se preparaban las escuadras de barrenderos auxiliados por cartoneros en busca de ese último buen negocio que les asegurara pan dulce, y fresita y rompeportones y algún papel.

Preguntó en algunos porteros eléctricos, pero qué tenía que preguntar? Quién había dejado caer un papelito con su nombre? Quién había encargado que se muriera el 27? Por qué?

Siguió como loco caminando por Avenida de Mayo cruzando gente. El último día hábil antes de Nochebuena le había tirado un balde de agua fría encima. Se le aceleró el corazón hasta que creyó que se le salía del pecho mientras caminaba ahora sin rumbo. No sabía para dónde ir, saltó con un bocinazo que le pegó un colectivo justo a dos centímetros de su cara.

Paró en un maxiquiosco a refrescar su garganta con una Coca Light y cuando empezaba a caminar otra vez, con la vos entrecortada por la desesperación, volvió sobre sus pasos y le encaró al teléfono público para llamar a alguien.

A la oficina? A la policía? Qué les iba a contar?

Discó el número de Nicanor que era el único que se acordaba de los de sus amigos de la infancia. Sonó una y otra vez despacio, como si el espacio entre cada tono fuera un latido, un lento de Barry Manilow. Sonó como 8 veces hasta que atendió Nicanor.

Si?

Nicanor.

Pepe?

Nicanor, la nieve. Mi nombre. Me quieren matar. La nieve Nicanor. Clic.

Cortó desesperado y salió corriendo.

Y Nicanor, siempre a su lado, sonrió pensando en una broma que le haría al día siguiente y siguió bajando las compras del supermercado.

Caminó hasta quedar sin aliento. Se metió en un hotel de la calle Moreno y se quedó boca arriba en la cama, trabando la puerta con el silloncito raído que hacía las veces de colgador de ropa. Así como entró se metió en la ducha, para sacarse todo eso de encima y cuando por fin pudo tirarse en la cama boca arriba, desnudo, totalmente indefenso, trató de aclarar su cabeza.

Pero no pudo. No pudo, no tenía respuestas, no tenía preguntas.

Se quedó dormido pesado. Soñó con Ivonne, con la nieve, con Papá, con una pista Scalectrix que le regaló su abuela cuando tenía 8 o 9 años. Se soñó caminando por calles desiertas, ahora solo, con destino de es puente sobre ese río helado en el que una noche como esa, George Bailey, el personaje de Jimmy Stewart en Qué bello es vivir, intentó suicidarse para librarse de la vergüenza de no poder cubrir el banco. El bueno de George. Era el mismo puente en su sueño, y era la misma nieve, espesa. Abajo el río corría demasiado rápido.

Se paró en la baranda, miró para abajo cómo corría el río y se tiró.

A George lo salvaba Clarence, el ángel que buscaba sus alas en esta misión y que por fin se las iban a dar. Le mostraba cómo era de miserable la vida de los que lo rodearon si el nunca hubiera nacido. Y esa visión le devolvió la fe.

Pero Clarence no llegó, y el cuerpo de Pepe, desnudo, estaba ahora en plena calle Moreno, en el centro de la calle, hasta que sonó el primer grito.

Cuando llegaron los bomberos y el juez habían pasado como 40 minutos.

No se animaban a darlo vuelta, pensaban que iba a estar tan desfigurado que soñarían con ese amasijo varias noches seguidas.

De todas maneras a la hora que llegó el juez Ambrosio eran como cincuenta personas que rodeaban al cuerpo esperando ese momento.

Los bomberos trabajaron de manera de ofrecer un buen perfil para la cámara del noticiero que había llegado. Con movimientos suaves, como temiendo que todo se desarmara al tacto, dieron vuelta el cuerpo de Pepe esperando lo peor.

Pero Pepe estaba intacto. Muerto. Solamente estaba muerto, pero intacto. Ni desfigurado, ni reventado como cualquiera hubiera pensado. Como si se hubiera caído de unos pocos metros y no desde un noveno piso.

Intacto pero con una cara seca, de haber visto un fantasma. Algo de otro lado.

Ambrosio fue hasta la habitación a buscar las cosas, a buscar alguna pista, una botella vacía, restos de pelea, alguna sustancia, pero todo estaba en orden. La ropa doblada, buena ropa, y nada más. Como si el occiso hubiera venido de ninguna parte para alquilar una habitación desde la que tirarse y nada más

Jeremías pidió volver a ver el cuerpo, todos asintieron y convencieron entre todos al gordo que a esta altura sudaba mares.

No nos despedimos como se merece un amigo.

Volvieron a verlo en esa bandeja de metal, y se quedaron contemplándolo un rato más y a su turno, uno a uno, se despidieron como hombres.

Firmaron los papeles, se llevaron sus cosas y arreglaron que ni bien abran el 27 lo pasarían a retirar para darle sepultura.

Nicanor llevó sus cosas con él.

Cuando se separaron se dieron abrazos más fuertes que de costumbre. No se verían esa noche, seguro se juntaban un rato el 25 a la tarde, a picar algo con unas cervezas en el patio de la casa de la mamá del Fino, en esa sombra en la que todos habían escuchado los sorteos de la colimba, hace un siglo atrás.

A las doce y veinte Nicanor se levantó para ir al baño y desvió para la pieza, a buscar las cosas de Pepe. Revolvió los bolsillos sin suerte, los zapatos, las medias y la camisa.

En el fondo de la caja en la que le habían entregado las cosas, estaban el reloj de Pepe, una cadenita con la desatanudos y un sobre papel madera con algo de bulto. Un pequeño bultito redondo que se distinguía del resto de las cosas. Una esfera adentro de una bolsita de papel.

La abrió con cuidado, estaba a oscuras en la pieza y la luz que salió de la bolsa lo asustó.

Era una bola de vidrio que al moverla, dejaba caer copos de nieve hasta cubrirlo todo.

Una bola de nieve.

Era una intensa nevada sobre el perfil de una ciudad.

Una ciudad como Buenos Aires, pensó Nicanor.

Una vez nevó acá, se acordó, hace una pila de años nevó acá, y la navidad en Buenos Aires, fue una navidad blanca.


Gustavo Adrián Pedace
24/12/2006

Comentarios

Entradas populares