Poli

¡No puedo siquiera comenzar a explicarte, Margarita! 
Un Talisker y ese mareo tan de comienzo de siglo. Tan de cosas en la cabeza. 
Zumbido raro mezcla de músicas bajitas, recuerdos agolpados random. Siempre en guardia pasiva, como esperando que algo pase. 
¿Cómo contarte Marga, mi Marga, que no supe ni quise contenerme? 
Que no pude desentenderme. 
Que no me arrepiento. 

Eran cerca de las dos de la mañana cuando abandoné la biblioteca y caminé hasta el bar. Una vez más caminaba rezongando porque siempre camino solo en esas circunstancias. Nunca me acompañás a esas reuniones a las que van gentes que no conocemos (ya conozco a todos los que tengo que conocer, me decís) y en las que todo el mundo habla apenas por encima de la música, y creen prestarse mutuamente atención, y se miran de reojo. 
Y se produce esa rara sensación de estar a gusto con desconocidos. 
Esos extraños que se convertirán en entrañables al cabo de las copas. 
Pero hace bien Marga, pienso para mí, al fin y al cabo, la emoción que me proporciona estar solo en la fiesta de otro, esperando conocer a alguien imprevisto que nos cambie la vida por una noche al menos, se debe parecer mucho a otras emociones que seguramente ella, que nunca se permitiría eso de confesarse con gente que recién conoce, servía proporcionarse. 

Tomé aire y me eché un poco más de Talisker en el vaso. Estaba animado. Mientras oteaba con mi célebre mirada melancólica la pista de baile, me acomodaba como para que una brisita que venía de la ventana me refrescara la nuca. Movía el cuello como si me estuvieran haciendo masajes. Y lejos de ruborizarme, sentía que había llegado a un buen momento de la noche. 
De repente la brisa se corta sin razón aparente. 
Era tan placentera, que, al interrumpirse, se me antojó un vacío que era necesario remediar rápido. 
No tuve que moverme demasiado para comprobar que alguien se había parado justo entre la ventana y mi cuellote talle 17/5 gringo. 
Era una chica alta, de pelo rubio muy largo, que se adivinaba bien cuidado. 
Llevaba pantalones de cuero negro, que juzgué demasiado atrevidos para esa fiesta, pero que hacían un excelente papel en sus largas piernas. 
En otro momento, otras situación, no me habría siquiera fijado en el detalle de los pantalones, pero había algo raro en esa chica. Era algo como familiar, un recuerdo traído de los pelos desde otro lugar, otro momento, como otra vida. 
Demasiadas especulaciones para un solo par de piernas ¿no es cierto? 
Me quede inmóvil, tratando de sostenerle la mirada que, confieso, me resultaba poderosa. 
Me miraba tan fijamente como yo la miraba a ella. Creí que los dos hacíamos el mismo esfuerzo por adivinar de qué iba todo aquello, qué memorias traíamos el uno del otro. 

Se acomodó el pelo y se me fue acercando con la cabeza de costado y una sonrisa que se hacía más y más grande a medida que se acercaba. Una sonrisa como mediada por una lupa enorme. Tan grande, que no encontraba en los pocos registros que tenía a mano, haber visto una así en mi vida. Venía con el paso lento, como elevándose del piso en cada paso. Como despegándose, desentendiéndose de la pinotea. Quise buscar detrás de mí al destinatario de esa sonrisa, pero era inútil, era para mí nomás, que seguía pensando que estábamos los dos haciendo el mismo esfuerzo por reconocernos, hasta que me sorprendió un beso que produjo en mí el mismo efecto que un gancho a la mandíbula. 

Ella me conocía. Poli, me conocía. Y yo, la conocía a Poli. 
La conocía tan bien, Marga, que todavía no despierto de este sueño que lleva ya cuatro días. Ya sé que tenía cosas para hacer, que a Pablito le dan el diploma el lunes y que querías que pasemos por la quinta el fin de semana. 
Pero no pude. 
No quise. 
No supe. 
A Poli la conocí en casa del fino Herrmann. Era la hija de su segunda mujer. Cuando el fino por fin se separó y se fue a vivir con Isabel, Poli ya tenía 6 añitos, y ahí entró en mi vida. O yo entré en la de ella, o los dos… ¡qué sé yo! Poli me cuenta, mientras peino su pelo, que se enamoró de mi a los 10 años (es decir a mis 25) y que eso que sintió de tan chiquita, fue cambiando, creciendo, escondiéndose, volviendo a asomar, para convertirse en una vara con la que midió a todos los hombres que pasaron por su vida. 
A todos. 
Aunque Poli, que por nada del mundo quiere que deje de peinarla, tiene el buen tino de confirmarme que nunca nadie se me pareció. 

Comentarios

Entradas populares