De perros

Las primeras semanas fueron bravas. 
A los nuevos espacios, yo que estaba acostumbrado a los paisajes, se sumó el malestar que me provocaba cuando equivocaban mi nombre. 
Y ni hablar de las comparaciones. 
El que me trajo, el alto, me puso Brando. Está bueno. Es corto, fácil, no tengo idea qué o a quién evoca, pero por algo lo habrán hecho. 
Parece que el alto es el que toma estas decisiones en la casa. 
Y también la de haberme traído, así que por ahora, al menos en los papeles, es mi amo. Algo andaba mal y un día me enteré. 
Antes hubo un setter puro. Espigado, pulcro, ágil. Dorado. Se llamaba Travis (supe tiempo después que por el personaje central de la película París Texas de un tal Win Wenders, el alto era amante del cine) y no hubo caso, durante los primeros dos meses tuve que soportar que se equivocaran, que me compararan, que dudaran de mi origen y mis habilidades. 
El flaco murió joven. 
Llegó a la casa regalado y era un regalo taimado. 
Sufría convulsiones y eso es feo. 
No se lo deseo ni a los gatos. 
Y a los pocos días, como para reparar la pérdida y el dolor, me trajeron a mí. 
Que casi venía de la calle. Soy setter, o pongamos 80% setter, el resto no tengo idea. 
No conocí a mis padres, quiero decir. Ojo, no es que haya influido en mi personalidad, hecha a los tumbos y en varios domicilios. Simplemente que al no haberlos conocido no puedo dar precisiones. P
ero tengo que admitir que eso que me incomodaba duró solo unas pocas semanas. Que las cosas se pusieron gris clarito muy rápido, y me sentí a gusto. 
Eran 4 en la casa. El alto, el canoso, una rubia y la petisa. 
4 los básicos, porque era una casa muy animada. 
Siempre venía gente. 
Y la verdad es que como me tenían muy integrado (y adentro) todos me saludaban apenas pasaban la puerta. 
Y ligaba mimos. 
Eran épocas mejores. 
Las historias que escuchaba no eran para nada buenas con relación al pasado. Se nota que aprendieron con los años. Las historias que contaban de una tal Frida, una ovejero alemán que estaba siempre atada. 
No tengo mucho tiempo de wifi, acá es limitado, pero quisiera contar tres pequeñas historias para que comprendan por qué lo hice: 

Historia Uno: “La cama misteriosa” Resulta que no sospechaban qué pasaba con la cama grande, la del canoso y la petisa, hasta que un día se quedaron espiando y me dieron la cana. Se iban a sus obligaciones, dejaban todo impecable, y a la noche, cuando volvían, encontraban la cama grande con la almohada descubierta, prolijamente en triangulito, casi sin arrugas. Se recriminaban quién se había tirado a dormir, y a mí me divertía, hasta que un día, la petisa hizo silencio y me siguió. Era yo. Que con el hocico corría prolijamente las mantas para acostarme en ese colchón fabuloso y apoyar mi cabeza en la almohada, como Dios manda. 

Historia Dos: “La maceta contenedora” La casa no tenía parque, tenía patio con macetas, pero yo salía tres o cuatro veces al día para ir al baño. Estaba todo bien, bancaba perfecto, ya estaba regularizado con los horarios, y a veces hasta me aguantaba con tal de no mojarme. Pero un día comiendo, un domingo, algo me cayó mal. Muy mal, y no daba más. Empecé a rascar una ventana de esas altas, que sirven para dividir el patio cerrado del abierto, y dale que te dale y no me daban bola. Hasta que el canoso se apiadó y reflexionando “¿qué le pasa a Brando?” me dejó salir. Se quedaron todos helados cuando me vieron ir a vomitar a la maceta. Si tenían todo tan bien cuidado y les costaba tanto mantener la casa así, ¿cómo no iba a dar una mano? 

Historia Tres: “La despedida” Un día triste y de sorpresa se murió el canoso. A esta altura, a fuerza de estar más tiempo en la casa, de caminar conmigo, de darme de comer, era mi amo. Al alto casi ni lo veía en la semana. Tengo fotos con el canoso. Fotos buenísimas. Éramos compinches. Estaba medio triste, las cosas no le estaban saliendo y se sentía lejos de todo. Y en eso charlaba conmigo. Me trató como un hijo. Ese día fue raro, la petisa estaba de viaje y hubo que localizarla y esperarla para darle la noticia. Todo fue muy de sorpresa y muy rápido. Llegó al otro día, y la metieron derecho 39 en la pieza grande, en donde la esperaban el alto y la rubia. Cerraron la puerta dejando a todos afuera. Yo no aguanté y salté con todas mis fuerzas y abrí la puerta (sabía cómo hacerlo) y me metí entre los tres. A llorarlo. Y ellos me aceptaron como uno más. El canoso se había ido y yo necesitaba llorarlo como ellos. A las tres semanas me enfermé y me vine para acá, se ve que no aguanté 
El cielo de los perros no existe.

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