Muñecos

Sentado en el cordón de la vereda de la plaza, todavía con el traje puesto y la enorme cabeza en el costado, Bennett buscaba con la vista fija en los adoquines, alguna hormiga laboriosa, un capricho del moho dibujador de formas, un curso de agua de zanja, que le permitiera poner su mente en blanco unos minutos, no pensar, no sentir ese remordimiento enorme que lo atravesaba. 
Llegaban ambulancias, patrulleros, paramédicos, movileros del noticiero en una danza desenfrenada y desacompasada que lo rodeaba todo. 
Por momentos se aceleraba, por momento se hacían lentos en sus movimientos como letanías. 
No los escuchaba, le preguntaban cosas, hacían esfuerzos por comunicarse con él, pero no los escuchaba. 
Los veía mover los labios, agitar las manos, buscar su mirada que nunca encontraban, como si se tratara de una pantalla enorme y brillosa de TV cara, 3D. 
Los sonidos tampoco llegaban claros, eran mezclados, de volumen cambiante y se sucedieron a ese largo silencio, eterno, profundo, que sobrevino después del estruendo. Era de noche a pesar de ser las 6 de la mañana, y los adoquines y la vereda estaban mojados de rocío. 
El otoño fue duro y Bennett decidió no sacarse ese día su traje de Pluto. 
No tenía abrigo, y como hacía más de una semana que lo usaba para promocionar las empanadas “Qué repulgue”, se había convertido en su gabán. 
Dormía en la calle o de prestado, los dueños de la fábrica de empanadas no lo sabían, y el traje era a la vez cobijo y colchón. 
Esa mañana se despertó peleando con tres perros bravos, pendencieros, por el desayuno escondido entre los trastos. 
Feo despertar para Bennett, que como pudo agarró los panes, los diarios, el jarro y la enorme cabeza de Pluto y salió corriendo con los perros atrás. 
Cruzó la plaza a la carrera, haciendo equilibrio y patinando con el rocío. 
Rápido, recorrido por la adrenalina de un despertar chuzo y el entresueño. 
A la carrera también se calzó la cabezota para poder liberar una mano y cargar con todo. A la carrera desesperada, nerviosa por todo lo que tenía para perder cruzó la calle sin mirar, levantando los brazos. 
Benito lo vio venir de costado, ya casi cuando lo tenía encima, frenético. 
Su corazón se detuvo del susto por ver cruzar a Pluto enajenado por la calle desierta, sin poder siquiera atinar a acomodar la carga de su colectivo. 
No hubo tiempo, no hay tiempo en estos casos en los que todo pasa en un pestañear. El noticiero explicó esa noche que el transporte escolar se incrustó en el paredón de la escuela Normal 1 a gran velocidad, que el chófer, Benito Kohn, de 76 años, había perdido el conocimiento de manera súbita, que las autoridades es hora que hagan algo, que no puede ser que no haya control, que un señor de esa edad maneja un micro escolar, que los padres ya habían advertido de conductas algo sospechosas, que había una petaca sin abrir. 
Bennett todavía no escucha los sonidos a su alrededor. 

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