Onorato

Todos bailaban y Onorato no podía levantarse de la silla. Estaba clavado mirando el frenesí de la cumbia desde una altura infrecuente. No eran sacudones y transpiraciones, no; eran pies, pantorrillas, muslos y zapatos, muchos zapatos. Miró los suyos. No se reconoció en esos lustres esmerados, en esos brillos nuevos obtenidos a pura química por el lustrador de Florida y Paraguay, al que llaman el muerto. Por un instante volvió a verse en sus Flecha de los 16. Y sintió el calor que bajaba por su espalda, ése que tanto necesitaba. Hasta sonrió, estiró las piernas para verlas mejor. Estaban ahí, listas para salir corriendo por las vías. Se irguió, tomó un sorbito de copa y buscó con la mirada a su hija, que peleaba la cumbia maniobrando la cola de su traje de novia. Onorato saltó a buscarla.  

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