Hechos encadenados

A los 8 años ya mi edición de Cuentos de Navidad, de Charles Dickens olía bien. 
Era de la colección Robin Hood, tapa dura, dibujo en la tapa del señor con galera, y las hojas, a pesar de haber sido una segura edición reciente, ya estaban amarillentas y oliendo a libro viejo, como si hubiera aceptado demasiado pronto su destino clásico. 
Yo lo devoré en invierno. 
El invierno de 1974, para ser precisos. 
Era junio, era sol, era tarde después del colegio y mi destino se había desviado, en lugar de ir a casa, como siempre, debía tomar la leche en casa de Ñata, una vecina. 
Se deshicieron en cuidados, en leche tibia y vainillas y esas galletitas redondas de chocolate, pero yo lo único que quería era leer, aunque percibía que algo pasaba. 
Más tarde papá, que hablaba poco, me dijo que era tiempo de cuidar a mi abuela. 
Entendí sin preguntar. 
Se había muerto mi abuelo, y a los pocos días, también murió Pichuco, supe después. 

Ya más grande, en 1997, era primavera. En el aire y en mi vida era primavera. ¡Había conseguido trabajo, estaba estudiando, me había enamorado (por tercera vez) y viajaba! Lo que más me gustaba en la vida, que era viajar, ahora lo hacía regularmente, por el interior del País nada menos. 
Debía visitar ciudades, recorrer puntos de venta, anotar cosas, hablar con gente. Antes de salir esa mañana para Posadas, una foto que se salió de la caja me recordó al abuelo. 
La acomodé en su sitio y emprendí mi viaje, que fue distinto, porque no me saqué esa foto y la sonrisa de esa foto, ni un solo segundo de mi cabeza.  
Tanto, que camino al aeropuerto para volver a casa, decidí desviarme para ir a una librería y comprarme Cuentos de Navidad, con la esperanza de empezar a leerlo en el viaje de vuelta. Tardaron en cobrarme, no lo encontraban. 
Ahora, a la distancia, pienso que quizá hubiera estado bueno que me hubiera enojado. Que los hubiera puteado, peleado, golpeado. 
Me hubieran detenido quizá. Pasado la noche en esas cárceles calurosas de Misiones.
 Lo que sea que me hubiera demorado tomar mi vuelo de vuelta. 
Pero lo tomé. 
El 2553 de Austral Líneas Aéreas. 
Un McDonnell Douglas DC-9. 
Apenas salimos el cielo se puso negro. 
Empecé a leer. 
Al rato, pude contarle que esa tarde en la que partió, estaba leyendo ese libro que llevaba entre mis manos.  

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