Tres breves historias ridículas protagonizadas por el autor

1 Tokyo, Japón, primavera de 1993
Me escapo de la comitiva que me llevó por Asia, del protocolo y los micros y traductores para caminar la calle al mediodía. Hay una plaza enorme, florecida, y en el centro de la plaza un restaurante. Voy a almorzar ahí, viendo la vida pasar. Carne pido (nostalgias que ya no tengo). Traen un jugoso bife, acompañamientos, jarra grande de agua con hielo y tengo tiempo para disfrutarlo. Casi distraído embadurno el pedazo de carne con la pastita verde esa que veo por primera vez en mi vida (no eran tiempos de Dashis y Sushis Clubes). Lo que sigue fueron lágrimas, ademanes, gritos ahogados y pedido con ademanes de otra jarra grande, más hielo, puteadas en perfecto español y pérdida de sensibilidad del cuello para arriba. 

2 Mendoza, un verano muy verano, circa 1994. 
Trabajé en Mendoza hasta el fin de semana y tengo que volverme en el vuelo del sábado que hace escala en Córdoba. Llevo mi mochila y bolso que tuve que despachar. Siempre me gustaron los equipajes. Éstos eran muy cancheros, finitos, elegantes. El negro Arocena, amigo de mi padre y electricista de barcos, me regala 4 frascos de quinotos y duraznos en almíbar hechos por él. Salgo feliz de su chacra con el tesoro, dos en la mochila y dos en el bolso. Subimos al avión. El calor no para. Yo despacho el bolso y dejo la mochila en el suelo. Escala en Córdoba. Suben unos 20 productores, cámaras, comentaristas, estrellas del automovilismo. Hubo TC y todo era fiesta. Yo había puesto la mochila en el asiento del medio (siempre elijo pasillo) con la secreta esperanza que no se siente nadie. Pero lo veo venir y ya sé que el que se sentará a mi lado no es la chica del escote sino el gordo gordísimo que viene desvencijado por el calor. Secándose con pañuelos los litros que brotan de su papada y cabeza. Camisa celeste (con escasos centímetros del celeste original y casi toda la extensión de un celeste modificado, oscuro, por la mojada) y un pantalón finito color caqui. Viene, viene, se tambalea y viene, mira y es ahí, a mi lado. Saco la mochila del asiento. El gordo sonríe con esas sonrisas diáfanas, que solo los gordos te regalan. Y en ese microsegundo en el que saco la mochila me doy cuenta que algo anduvo mal. Pésimo. Me doy cuenta que se rompieron los frascos y que el almíbar está untado en el asiento. Tarde. El gordo se desploma. Ya no había tiempo de avisarle cuando tomó la decisión de zambullirse. Ya no. Se duerme. Solo quiero cambiar de lugar. Evaporarme. Llegamos a aeroparque y con una excusa lo dejo pasar, dejo la mochila debajo del asiento porque chorrea. El se levanta y se va. Todo su culo mojado. Untuoso. Almibarado. No se da cuenta hasta que ha caminado unos metros. Se toca. Se sonroja, creo que cree que se meó. Mira para atrás. Yo sigo buscando cosas inexistente, contando miguitas que se han caído. Se desorienta. Al bajar y esperar el bolso en la cinta compruebo que hay cajas mojadas, untuosas. También los frascos del bolso se han roto. También hay almíbar. El gordo se fue, no despachó equipaje. No hay pistas que vinculen un culo almibarado con un quinoto. 

3 Buenos Aires, una tarde de 1988
Son mis primeros pasos en la profesión. Mi jefe me dice, Gustavito, vaya a la sede de la Cámara que se va a hacer el sorteo de espacios para el de la empresa en la expo. Elija uno bueno y mañana me cuenta. Linda misión para un joven entusiasta. El salón es chico para tanta gente. Pero hay buena onda. Se arma una audiencia con unas 100 sillas, todas dispuestas una al lado de la otra en unas 10 filas de 10. No hay pasillo en el medio. Viene mozo, intenta distribuir unos 50 vasitos de copetín con bebidas refrescantes. Colas, Naranjas, Pomelos, burbujas y colores y dulzuras, no eran tiempos de bajas calorías. Portaba una bandeja extra grande y arremete a distribuir entre las filas. Yo ya mido un metro noventa y no tengo mucho control de extremidades. Soy bastante malo para eso de calcular. Pero charlo quietito con un señor al lado mío. Estoy por el medio. Empieza el sorteo. El mozo hace lo suyo y yo, me doy vuelta con cabeceo brusco para buscar a alguien. Apenas toco la punta de su bandeja extra grande y lo desestabilizo, en cámara lenta intenta con vaivenes y contorsiones evitar lo inevitable, la bandeja con sus 50 vasitos está en peligro, gira, va, viene y plaf. Entera cae dos filas más allá, sobre traje de señor de bigotito anchoa. Traje clarito, tornasol ahora. Todo. El mozo me mira con mirada de odio, no sabe pero intuye, yo pierdo la vista con gesto de ¡qué barbaridad! Busco para la derecha, lejos, está ella, una flaca de anteojos que vio todo, me mira fijo y se ríe. Hay testigos, pero no lo dirá. Mientras el señor de bigotito anchoa reclama que le paguen la tintorería. 44 22 Sanchu De Raedemaeker TOMA UNO −¡¡Pero qué cutis tan lozano tenés, te venía mirando, vos y tu marid

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