Sorpresa de cumpleaños

Lo había planeado todo tan bien. Con tanto tiempo. Cada detalle, cada minuto del día de cumpleaños de Adela estaba ya pautado como en un guión de esas películas francesas que tanto disfruto. 
Debió haber sido un final a la altura de su historia, de su vida, de su capacidad infinita de amar. O quizá sí haya sido así. 
Llevaba 23 años de casado con Adela y me desvelaba su lozanía desafiante, su respiración pareja, sus piernas como mármol. 
Pero no es por eso que la maté, por eso hubiera vivido otros 23 años a su lado. 
Adoraba a Adela. 
Todo en ella me debilitaba como el primer día, me hacía acelerar los latidos de una manera visible y vulnerable. 
Pero no me importaba nada. El solo hecho de saber que volvía a mí me bastaba. Si bien nos casamos muy chicos, con apenas 23 años, no fuimos creciendo parejo. 
A veces es así; los golpes, los disgustos que no siempre son parejos, las presiones, hacen que te vayas ajando a otro ritmo. 
Adela no envejecía. Y si lo hacía apenas era para ponerla más bella. 
No hablamos del tema, o lo hicimos poco, pero hace unos años empecé a sentir que no podía, que no llegaba, que no me alcanzaba. 
Y también a percibir que eso que no se cubría de mi parte, se llenaba por otro lado. 
No me pregunten cómo ni por qué detalle lo percibí, pero un hombre se da cuenta de ciertas cosas. Detalles sueltos. Silencios o distracciones a la hora del café de la mañana, búsquedas en Google, secciones del diario, emociones repentinas en pasajes de películas que antes no miraba, retratos, respiraciones que se entrecortan. 
No me animé jamás, no es de hombres, a mirar entre sus cosas. 
Cuando no aguanté más, cuando ya no pude, decidí matarla. Mejor dicho, hice un plan perfecto para matarla. 
Por amor. 
Ayer cumplió 46, y como los chicos no están en casa, le dije que deje todo en mis manos, que se entregue a mí como antes, que me iba a encargar de todo. 
Y así lo hice. Solo me dijo que quería terminar el día en la casita de Lobos, como cuando recién la compramos y nos escapábamos de Buenos Aires entresemana para hacer el amor hasta tener que ir a nuestros trabajos abatidos y felices. 
Así vamos a terminar, te prometo. 
Hubo spa en un hotel, almuerzo en la terraza de ese hotel de la calle Posadas, cine a la tarde para ver la última de Woody Allen, compramos unos discos en Notorius, caminamos por Santa Fe, y cenamos en Bengal. 
Estaba radiante, como si el trajín del día la fueran poniendo más linda a cada momento. No quería dejarla sola. Ir al baño era una invitación segura para que alguien se le cruzara y le sonriera, intentara hablarle, a lo que ella seguro respondía con esa sonrisa mágica y profanadora. 
El terminar la cena encaramos para la autopista. Estaba refrescando y puse un poco de calefacción, como le gustaba, mientras dejé que corriera ese disco de Miriam Méndez interpretando Bach en tiempo de flamenco que nos gustaba a los dos. 
Se fue durmiendo de a poco. Por efecto del calor y de lo que le puse en la bebida. Cuando llegamos a los bosques de Ezeiza, en lugar de tomar la autopista, me desvié un poco para terminar el trabajo. Todo salió como lo dibujé tantas veces. 
El cinturón que le pasé por el cuello apenas le dejó una marca de irritación. Cuando comprobé que ya no respiraba bajé del auto y corrí como un desesperado alrededor. Bajar la tensión, los nervios que había disimulado todo el día, la adrenalina que me brotaba. Saqué el cuerpo y me dispuse a cortarlo como había aprendido en mis clases de cocina, con la sierrita a batería que compré para la poda. Poco a poco lo fui cortando y desmenuzando. Llevé toallones para secarme la sangre. Y dos bidones con agua limpia para ir borrando huellas. 
Pero se había largado a llover, y eso era bueno para los planes. 
Quiero decir, lo hubiera planeado si hubiera podido. Lo que fue inesperado fue que se me quedó sin batería la sierra. Maldije y maldije tratando de no perder la calma. 
Es evidente que los cortes fueron más complejos de lo que pensaba. La firmeza, la contundencia de los músculos. Enterré lo que pude y me llevé en una bolsa lo que no pude cortar. 
Lo terminaría en Lobos, lo tiraría en la laguna y me dormiría dos días seguidos pensé. 
En definitiva, era como Adela quiso terminar el día de su cumpleaños, en la casita de Lobos. 
Era feliz de alguna manera. 
Tenía ya todo el resto de los argumentos estudiados, horarios, otras actividades, cuando la vi por última vez, llamados, mensajes, chip de teléfono cambiado, todo. 
Estaba agotado pero dispuesto a terminar todo esa misma noche. 
Estacioné al frente de la casa. 
Saqué las llaves. 
Estaba todo muy oscuro. 
Demasiado oscuro. 
Emboqué las llaves y con la mano ensangrentada tanteé como pude la pared (tengo que limpiar bien esto, pensé) y recorrí la pared buscando la llave de luz. 
Cuando la encendí escuché el grito: ¡¡¡SORPRESAAAAAA!!! 
Y los aplausos y los gritos y el “que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los cumplas Adela, que los cumplas feliz…” mezclados por los ¡¡viniste!!

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